XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 13, 44-52: Lo único decisivo

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 13, 44-52

 

El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
»Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
»Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge todo clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
»¿Habéis entendido todo esto?
—Sí –le respondieron.
Él les dijo:
—Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas.


Lo único decisivo

Nos presenta Jesús, Señor Nuestro, el Cielo, como lo único verdaderamente decisivo para el hombre. Y, hasta tal punto, que vale la pena empeñar todo lo demás por conseguirlo. Ese destino, que nuestro Creador ha previsto para todos los hombres, y es la intimidad con Él en sus tres divinas Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no se presenta, pues, como una opción meramente válida y ventajosa. No se trata sólo de algo bueno para el hombre, de gran interés o muy conveniente. Porque, con frecuencia, calificamos de muy buenos, interesantes y convenientes valores ciertamente apreciables pero que, en todo caso, no los consideramos vitales, imprescindibles o definitivos. Y en ningún caso pensamos que la carencia de esos grandes bienes nos vaya a suponer un fracaso integral, rotundo e remediable, que pudiera llegar a ser peor incluso que la propia muerte.

Observemos que, por dos veces, insiste el Señor –alabando esa conducta– en que quien descubre el Reino de los Cielos vende todo cuanto tiene por conseguirlo. Parece, pues, necesario, por una parte, un peculiar descubrimiento; un descubrimiento que sea algo más que el simple tener noticias. Es, en efecto, un descubrimiento que propiamente deslumbra, a la vez que se tiene como indudablemente definitivo. Y se trata, por otra parte, de la aceptación de una realidad interpelante, ante la que cada uno debe responder consciente de su gran valor. Un valor tal que nunca sería excesivo el precio por conseguirlo. El personaje de la parábola vende todo cuanto tiene y queda feliz con la compra de la perla preciosa. Parece, por consiguiente, que cualquiera que pudiera ser la posesión previa disopnible y por grande que fuera, en términos materiales, sólo con su totalidad se puede adquirir ese Reino de los Cielos. También parece indicarse que nunca, en comparación, ese total sería demasiado. Y, hablando a lo humano, tanto quien recibe el campo como el comprador de la perla hacen un buen negocio.

Recordemos –considerémoslo con frecuencia por paradójico que sea hacerlo a estas alturas– la grandeza inigualable de ese Reino. Se trata de un bien que no es de este mundo y que, si nos corresponde por voluntad de Dios, es en la medida en que, como hijos suyos, somos elevados sobre todas las realidades terrenas y merecedores de las sobrenaturales. El Reino de los Cielos, su Reino, es para Dios, y para sus ángeles y los hijos de Dios, según el plan divino. Nada, salvo ese Reino, satisface al hombre, habiendo sido llamado a través de Jesucristo a la misma gloria de la Trinidad. Lo que sólo es de este mundo, por tanto, aunque pueda ser medio e instrumento útil y hasta muy conveniente en nuestro camino hacia el Reino, de suyo, no tiene capacidad de satisfacernos. Puede ser, eso sí, "precio" que se entrega, es decir, instrumento para mostrar amor a Dios. Entonces es cuando lo terreno alcanza su máxima nobleza, la que le es propia; como el pintor y el pincel se consagran –decimos– únicamente en obras magistrales.

Se desvirtúa y hasta se corrompe lo terreno, en cambio, cuando pretendemos otorgar a las cosas un valor que no merecen, haciéndolas fines. La pereza, la envidia, la lujuria, el egoísmo, la soberbia, la mentira... son algunas –entre tantas– manifestaciones posibles de corrupción de lo humano. En cambio, cada vez que soportamos una tentación y, en lugar de incurrir en pecado actuamos con rectitud, con un comportamiento útil para el Reino de los Cielos, estamos vendiendo lo que poseemos y comprando ese tesoro escondido, la perla de valor incalculable: la intimidad con Dios.

Debemos estar dispuestos al mayor de los sacrificios por nuestra salvación, y al que sea necesario en cada caso con tal de aproximarnos al Reino que nos ha sido prometido. Pero nos sentimos débiles. Tenemos la experiencia de esos defectos que corrompen lo humano. Pidamos, pues, la fortaleza necesaria para caminar sólo hacia Dios. No es preciso sentirse super-mujeres ni super-hombres, capaces de los mayores desprendimientos y entregas personales. Más bien –y esto sí que es necesario– se requiere el auxilio omnipotente de nuestro Dios, que jamás abandona a sus hijos.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.

Así se expresa san Josemaría. Clamemos, pues, llenos de confianza e ilusión, que nuestro Jesús tiene un deseo aún más ardiente que nosotros de vernos felices en la Gloria y, por eso, heroicos con su ayuda caminando en la tierra hacia el Reino.

Nuestra Madre, Santa María, es ejemplo estimulante para todos, pues, es la más dichosa de todas las criaturas, por haberse abandonado en Dios con su Gracia.