XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 20, 1-16: En continua ocasión de amar a Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 20, 1-16

 

»El Reino de los Cielos es como un hombre, dueño de una propiedad, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo». Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?» Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña». A la caída de la tarde le dijo el amo de la viña a su administrador: «Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros». Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Y cuando llegaron los primeros pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el dueño: «A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor». Él le respondió a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?» Así los últimos serán primeros y los primeros últimos.

En continua ocasión de amar a Dios

Intentamos meditar, con la ayuda del Paráclito, a quien suplicamos luz para nuestra inteligencia, de modo que sepamos entender lo que el Señor nos enseña, esta parábola con la que Jesús nos muestra el sentido de nuestra vida. Cada uno, en efecto, al final de esa jornada completa de nuestra existencia terrena, vamos a recibir el salario, en cierto sentido común para todos cuantos hemos aceptado trabajar para Dios: la Eterna Bienaventuranza.

Otras veces hemos ya meditado sobre la infinita justicia de Dios, que retribuye a cada uno según sus obras, aunque sea también con infinita misericordia. San Pablo en su carta a los fieles de Roma de modo inequívoco se refiere al justo juicio de Dios, el cual retribuirá a cada uno en justicia: la vida eterna –dice– para quienes, mediante la perseverancia en el buen obrar, buscan gloria, honor e incorrupción; la ira y la indignación, en cambio –continúa–, para quienes, con contumacia, no sólo se rebelan contra la verdad, sino que obedecen a la injusticia.

Pero hoy tenemos para nuestra consideración unos versículos de san Mateo que nos invitan a reflexionar en la llamada a la santidad que cada uno hemos recibido, porque Dios, Creador y Señor nuestro, así lo ha querido, escogiéndonos para ello de entre las demás criaturas terrenas. Como a aquellos obreros del campo, a cada uno nos ha llamado también a su viña: a la santidad. A poco que reflexionamos, somos capaces de recordar en qué momento esa vida sobrenatural, que ahora entendemos como el único destino que colma la vida del hombre, tomó cuerpo en nuestros planes, en nuestras ilusiones. Es decir, también para cada uno hubo una llamada particular, posiblemente en un momento preciso o, al menos, en unas circunstancias peculiares, como sucedió a los trabajadores contratados para la viña. El momento cronológico viene a ser lo de menos, toda vez que, de hecho, nuestra existencia ha cobrado un sentido nuevo y pleno: esto es lo decisivo en verdad. Pues, fácilmente somos capaces de reconocer que hasta entonces todas las ilusiones, los proyectos forjados, los trabajos más a menos intensos, estaban faltos en realidad de la riqueza y potencialidad debidas.

"El momento viene a ser lo de menos", decíamos. Porque, dependiendo de Dios –que es quien llama y a quién se responde o no, libremente–, siempre es el ideal para cada uno. Todos llegamos a ser conscientes de la dimensión trascendente de nuestra existencia en el mejor momento, aquel momento y en aquellas circunstancias irrepetibles, ideales en nuestro caso, para tomarnos, a partir de entonces, la vida como Dios quiere. Desde la infancia, unos; en la adolescencia, otros; en los primeros años de la madurez y el ejercicio profesional, bastantes; ya entrados en años...; o incluso, en lo que podríamos a llamar la recta final del tránsito terreno, en algunos casos. Pero siempre el trabajo será la santidad personal, como en aquellos contratados para trabajar en la viña.

Entre nosotros, unos hemos conocido Dios y a Cristo desde la infancia, a partir de unos padres cristianos. Algunos, por circunstancias de todo tipo, no perseveraron en ese conocimiento y su trato con Dios fue decayendo hasta casi desaparecer. Le reencontraron, tal vez, con el paso de los años y, entonces, más maduros intelectualmente, entendieron la inigualable belleza de una vida en Cristo. Un cataclismo personal... por enfermedad, por una tragedia especialmente a vivida, por un desengaño trágico, por una iluminación singular, etc., puede ser el origen en algún caso del gran descubrimiento de Dios, como principio, sentido y destino inigualable de la existencia del hombre. Los hay, y la historia los recuerda en personajes que se han hecho famosos por su santidad, en Agustín, Teresa, Edith Stein, ..., entre muchísimos otros, que descubrieron el atractivo imparable de Dios a partir de unas páginas escritas.

La crítica de aquel contratado a primera hora estaba claramente fuera de lugar. Bajo ningún concepto se puede poner en entredicho la infinita bondad divina. ¿Qué facultad se otorga aquél hombre para protestar? ¿Con qué derecho piensa mal del dueño de la viña? Agradecido debería estar por haber sido contratado, ya que el señor no tenía obligación alguna con él. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? He aquí la incuestionable verdad que dirime toda pretendidas polémica con el Creador. Una vez más, es la soberbia humana de no querer reconocer que somos criaturas de Dios el único problema de fondo.

Los hay, por desgracia, hoy como ayer, que desde su orgullo y su inteligencia limitada se atreven a emitir juicios de desaprobación a la Voluntad de Dios, que se manifiesta en el acontecer cotidiano: que por qué he tenido que sufrir este accidente imprevisto; que por qué han tenido que concurrir estas circunstancias lamentables en mi vida; diferente sería todo si yo tuviese la fortuna de aquél: él, en cambio, sí que lo tiene fácil; parece mentira que Dios permita... Por lo tanto, Dios no es justo.

Es, en verdad, muy difícil vivir con paz, mientras no queremos entender que cualquier circunstancia de la vida es un momento ideal –el único momento de que disponemos– para amar a Dios: para agradarle con la conducta que espera de nosotros en esas las circunstancias más o menos difíciles, más o menos previstas. Así se expresaba, con cierto humor, san Josemaría: Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, puess, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor.

La Madre de Dios respondió, en todo momento, con un sí generoso, bien consciente de que el Señor la esperaba en cada instante. A su cuidado maternal nos encomendamos, para que nos haga comprender la ilusión de Padre bueno que Dios tiene de que le amemos como hijos, lo mejor que sepamos, en cada circunstancia de que nuestra vida.