XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 22, 34-40:
La gran enseñanza

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

 Evangelio: Mt 22, 34-40

Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le respondió:
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.


La gran enseñanza


Posiblemente nunca nos admiremos bastante de la virtud de Cristo que le impulsa a amar siempre. En toda circunstancia busca el bien que lo demás. Un bien, por otra parte, que tiende a la vida eterna para el hombre. En esta escena que hoy consideramos, a partir de sus palabras que nos ofrece san Mateo, no parece preocuparse Jesús de si el doctor de la ley, le preguntó para tentarle. Le interesa, por encima de todo, dejar claro para siempre de qué se trata de modo decisivo para los hombres. De amar a Dios, responde con palabras del Deuteronomio que todo israelita conocía de memoria. Diríamos que su deseo de amarnos, de favorecernos, mucho antes de cualquier mérito humano, le hace no tener en cuenta las ofensas que recibe, de tanto como nos quiere.

Todo hombre siente insatisfaccion en la vida presente, por grande que sea su bienestar. Tenemos reiterada experiencia, de la ineficacia de los esfuerzos –sólo humanos– para lograr esa plenitud de vida a la que tendemos por naturaleza, como un deseo inevitable desde lo más profundo de nuestro ser. Una y otra vez intentamos satisfacernos siguiendo ese deseo innato, buscando tal vez lo que más nos deleita en el momento o aquello que pueda enriquecernos más..., pensando en un futuro delicioso. Tratamos de evitar todo lo que se opondría al logro de esos objetivos, sobre todo, el sufrimiento... Sin embargo, siempre es inútil. Aunque consigamos satisfacer nuestros precisos deseos de autocomplacencia, esa plenitud tan ansiada no llega. Siempre deseamos más o se nos imponen circunstancias indeseables que no podemos evitar.

En la Ultima Cena, abre Jesús su Corazón a los Apóstoles y se dirige a Dios Padre con las siguientes palabras: Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado. Soló Dios, encarnado para nuestra salvación, tiene la respuesta definitiva al enigma de la completa felicidad humana. No está –nos dice– en buscar algo para nosotros, como una cosa más de las necesarias, convenientes o simplemente apetecibles que podríamos echar de menos. Esa vida plena tan ansiada –eterna la llama Jesús con toda precisión– sólo se consigue buscándole a Él. He aquí la gran enseñanza divina, la respuesta definitiva al interrogante del hombre de suyo insatisfecho en esta vida: la máxima plenitud humana consiste en conocer a Dios y amarle por encima de todo. Se tratará, pues, de aplicarnos cada uno la lección recibida y, con la esperanza de esa vida eterna, que pronto se insinúa en el alma como un ideal accesible, casi sin querer, manifestaremos también a nuestro alrededor nuestra experiencia, inigualable para muchos.

A sus discípulos: a todos los que nos sabemos hijos de Dios, ha confiado la tarea de extender la salvación hasta el último rincón del planeta: id, pues, y haced discipulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Con lo que esta misión, que de modo expreso nos encomienda Jesucristo, queda convertida en una parte de lo que quiere que aprendamos de Él. Difundir el Evangelio, enseñando a otros la doctrina de Jesucristo, se hace imprescindible para alcanzar, no sólo la vida eterna al abandonar este mundo, sino la mayor felicidad posible en esta vida, pues el Señor –todo Amor– no nos pide algo si no es para nuestra felicidad: el ciento por uno en esta vida, nos tiene dicho.

Jesucristo es el único camino para la salvación eterna. Los hombres no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo. Esta mediación suya insustituible y universal, lejos de ser obstáculo en la marcha del hombre hacia Dios, es la vía ideal establecida por Dios mismo. Al querer Dios que le amemos, espera que lo hagamos como hombres, manifestando adhesión a la persona de Jesucristo que es Dios y es hombre. Amar a Dios sobre todas las cosas, supone, pues, verdadero afecto, cariño real, como el que tenemos a las personas que más amamos, y es también seguimiento eficaz, cumplimiento dócil de su voluntad, con fortaleza si fuera preciso, para que no se quede aquel afecto en apariencia de amor, en simple sensiblería.

La tarea apostólica incumbe a todos. Como cristianos, cada uno hemos escuchado: ... enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. La misión de evangelizar a todos los pueblos y naciones, se halla inscrita en la misma esencia de la Iglesia y compromete profundamente a cada bautizado. Por eso, con independencia de las circunstancias concretas en las que cada uno se desenvuelva, el corazón de un cristiano ha de abrirse a las necesidades de la Iglesia universal, y de modo particular a los esfuerzos por implantar y desarrollar la fe de Cristo en los lugares donde aún no se halla radicada. Esta tarea no es para algunos destinados a ello, está incluida en el amor que Dios nos pide a todos.

Son muchos, por otra parte, los que trabajan y sirven a las almas desde antiguo, en países alejados del propio, haciendo de este servicio una profesión; pero todos, por la Comunión de los Santos –con nuestra oración–, podemos y debemos llegarnos a esos lugares. Sin olvidar que, también en tierras de vieja tradición cristiana, habrá siempre la necesidad de una nueva evangelización, que encienda más a las almas en amor de Cristo. Tal vez sea ésta la primera manifestación necesaria del segundo precepto de la Ley: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Quien desea el bien para los demás, quiere para ellos, como para sí mismo, lo mejor. Y lo mejor es, como venimos diciendo, amar a Dios sobre todas las cosas.

Pidamos a Santa María, feliz de sentirse amada por Dios y de poder amarle, nos conceda de la Trinidad Beatísima, como Omnipotencia Suplicante que es, la gracia de desear esa misma felicidad suya, para que hagamos, también, muy felices a otros.