XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Solemnidad: Jesucristo, Rey del Universo

Mt 25, 31-46:
Nuestra vida hacia Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 25, 31-46

»Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?» Y el Rey, en respuesta, les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Entonces dirá a los que estén a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». Entonces le replicarán también ellos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?» Entonces les responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna».

Nuestra vida hacia Dios

Celebramos hoy, con toda la Iglesia, la gran solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Posiblemente nada nos parece más razonable a los cristianos que esta proclamación solemne y pública, ante todo el mundo, que hacemos hoy. Queremos reafirmar de modo expreso –con el deseo de que suene nuestra voz hasta el último confín– la realeza, el señorío, el poder, el dominio absoluto dél Hijo de Dios encarnado sobre todo cuanto existe. De la misma naturaleza del Padre, por Quien todo fue hecho.

Jesucristo es Nuestro Señor y, por consiguiente, el objetivo primordial de toda acción humana, para que tenga el sentido y el valor necesario para ser propiamente humana. De otro modo, las ocupaciones nuestras no pasarían de ser algo meramente nuestro; sin aquel valor trascendente que, de suyo, alcanzan cuando tienden a Dios: cuando no se quedan ya en solucionar un problema humano o, tal vez, en satisfacer una ilusión que no trasciende a nuestras propias personas. Parece, en efecto, que muy pocas veces vale la pena apurarse tanto por nosotros mismos, como solemos, a la vista de nuestra poquedad: cualquier imprevisto nos desconcierta; una mala caída nos discapacita, si no acaba con nuestra vida; ¿qué será de mí mañana?, pues, en absoluto soy dueño de mi existencia.

Nos desenvolvemos entre conjeturas. Entretanto, Dios permanece siempre. Únicamente Dios es capaz de pronunciar consentido esa palabra –"siempre"–, que utilizamos los hombres con tanta precipitación y "alegría" como inconsciencia. El es el alfa y la omega, el principio y el fin. Por Él, con Él y en Él es todo. Solamente Dios es necesario: ¿notará mucho el mundo mi desaparición?, ¿sería la vida –todo esto– diferente si hubiera muerto al nacer? Pero no hemos muerto todavía y tenemos influencia en el mundo. Una relativa influencia y, por tanto, una relativa responsabilidad; pero verdadera responsabilidad. Tan sólo los hombres tienen responsabilidad. Es una manifestación más de la dignidad humana. La responsabilidad tiene que ver con la libertad, y con esa categoría excelsa que sitúa al hombre por encima de las otras criaturas terrenas.

Únicamente los hombres, por ser hijos de Dios en Jesucristo, pueden, entre todo lo que contemplamos, reflexionar sobre estas cuestiones. Y pobre sería esta reflexión si no abocara en el reconocimiento de un Dios absoluto y verdaderamente Señor, dueño de habernos configurado como somos; poderoso para determinar un universo material y un espíritu del que participan de diversos modos sus obras. Pobre sería esta reflexión si no acabáramos adorándole, firmemente persuadidos de su verdad y de la nuestra.

Las palabras de san Mateo que hoy consideramos se refieren a un juicio de Jesucristo como Rey Todopoderoso. Se trata de un juicio a los hombres en el que se pondera la conducta de cada uno, no tanto por la justicia, corrección o buen hacer, respecto a la opinión de los demás o según unos criterios y parámetros mayoritariamente aceptados. Por sorprendente de parezca, el propio Jesucristo se siente directamente afectado, en primera persona, por la conducta humana. En efecto, el objetivo material y más visible de nuestras acciones nunca es lo preponderante. ¿Amo Dios mientras llevo a cabo esto o aquello?; ésta es la cuestión: lo que amo a Dios mientras me ocupo de tantas cosas ...: cuanto hicisteis... a Mí me lo hicisteis. Dios, sin necesitar nada de sus criaturas, ha querido, sin embargo, ser un Padre para el hombre y que filialmente le tratemos. He aquí su interés por nuestro mundo.

Ni uno sólo de nuestros pasos es indiferente. En cada instante vivimos una oportunidad de actuar según Dios o no. Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacerlo todo para la Gloria de Dios, decía san Pablo a los primeros cristianos de Corinto. Que es Cristo Rey y que vivimos en su Reino, debe ser una realidad viva para cada uno. Lo será si, de la mañana a la noche, intentamos ser conscientes
de su Real presencia. Persuadidos de que un gran Señor contempla con interés nuestros actos, pues, en cada uno de ellos –por el amor que dirigimos a los demás– espera Él el amor de sus hijos.

También lo que parece más alejado del servicio al prójimo puede ser un acto de caridad. También nuestro descanso, la diversión, el trabajo que parece más mecánico y material. Todo se reconduce a la postre a un servicio. Porque, aunque beneficie primero a quien lo realiza, acaba siendo asimismo ganancia para otros en su segundo momento. Así es la conducta del cristiano, empeñado en convertir en servicio a Dios sus días de tránsito en el mundo. Porque, en la práctica, el amor a Dios lo manifestamos en el interés actual por quienes nos rodean. El apostolado, de hecho, será siempre consecuencia de la propia santidad. Una consecuencia necesaria, inevitable se podría decir. Interés y preocupación por los demás que se refiere a toda la persona, cuerpo y espíritu, salud y santidad, bienestar material y alegría de hijo de Dios.

La Madre de Dios se siente feliz –mi alma alaba al Señor– porque desea ser esclava del Rey del mundo. Que nos conceda, le pedimos, la virtud de la humildad para ser también nosotros felices y para difundir felicidad.