I Domingo de Adviento, Ciclo B
Mc 13, 33-37:
Vigilar para Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mc 13, 33-37

 

»Pero nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre. Estad atentos, velad: porque no sabéis cuándo será el momento. Es como un hombre que al marcharse de su tierra, y al dejar su casa y dar atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, ordenó también al portero que velase. Por eso: velad, porque no sabéis a qué hora volverá el señor de la casa, si por la tarde, o a la medianoche, o al canto del gallo, o de madrugada; no sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos. Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!

Vigilar para Dios

Comenzamos una vez más el Adviento. Tiempo de preparación a la gran solemnidad de la Navidad. Nos ofrece, pues, la Iglesia una nueva ocasión de disponernos del mejor modo a la venida de Dios. El Omnipotente, desea que participemos de sus maravillas y se pone a nuestra altura. A la altura de la humanidad, encarnándose en Santa María, Virgen, y a la altura de cada uno: todos tenemos la posibilidad, la oportunidad, de conocerle, de tratarle, de amarle. El Adviento, por tanto, es tiempo para una mayor conciencia sobrenatural, para unos mayores deseos de vida hacia Dios, de mejores disposiciones que hagan efectivos –auténtica realidad– esos deseos.

Ya estamos bien persuadidos de que la gran bondad y excelencia divina merecen de nuestra parte una permanente correspondencia de amor. Sin duda, tenemos la intención cada día de conducirnos en todo momento como más agrade a Dios, y tal vez de modo expreso a partir de un ofrecimiento de obras con el que comenzamos nuestras jornadas. No despreciamos, en todo caso, el consejo –la advertencia, podríamos decir incluso– de Jesús: velad: porque no sabéis cuándo será el momento.

Y posiblemente nos conmueve notar que Jesucristo, a pesar de su inefable divinidad y señorío, acude a razonamientos humanos convincentes para cualquiera. Dios se pone a la altura del hombre corriente, del hombre de la calle no menos que del profundo intelectual concentrado en sus estudios. Se apoya en la experiencia universal cotidiana y concluye como cualquiera con sentido común. La Salvación, ese destino supremo que ansiamos aún sin saberlo y Dios nos tiene preparado en su inmensa bondad, no es empresa laboriosa, reservada a gentes con cualidades extraordinarias. El cielo puede ser para cada uno. Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: velad. No en vano estamos persuadidos de que es nuestro Dios la misma justicia, por encima de tantos intereses desleales de este mundo.

Tanto da si alguien tiene mucho o poco, si es muy famoso o conocido sólo entre los suyos, si es sano o enfermo, hombre o mujer, joven o viejo. Porque Dios, Creador y Señor del hombre, ha distribuido según su voluntad los diversos dones, como el señor de la parábola que dio atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, mientras volvía. A todos hace la misma observación: ¡velad! Es lo que espera de todos: que se ocupen en aquellas atribuciones que les ha concedido. No parece excesivamente importante en qué se deba ocupar en concreto cada siervo, sino más bien en qué esmero puso en la tarea encomendada, cualquiera que ésta fuera. Una actitud de primoroso cuidado en el trabajo, en atención a su señor, es lo que se espera de los empleados.

A efectos prácticos, ya que deseamos ocuparnos de nuestros quehaceres como Dios manda, vale la pena que adoptemos esa actitud de precavida vigilancia –por si viene de improviso–, sintiendo la efectiva y real inseguridad de que Dios, justo juez, puede llamarnos a la eternidad cuando menos lo esperamos. ¡Claro que queremos hacer todo por amor a Él! Deseamos comportarnos en cada instante con esa perfección y rectitud de intención a la que nos anima la liturgia de la Iglesia: que todos nuestros pensamientos y nuestras acciones tengan en ti, Señor, su comienzo y alcancen por ti su fin. Sin embargo, el simple ajetreo de la vida o nuestra personal miseria nos inducen a decaer de esa exigencia. Por si eso sucede, nos convendrá tratarnos como a niños, en ocasiones irresponsables, que más bien por temor a ser castigados se comportan como deben.

Siempre estaremos convencidos de que, aunque los sentimientos no compañen –que no deben ser confundidos con el verdadero amor–, las obras de obediencia, aún a contrapelo, son prueba ineludible de fidelidad. Tesón perseverante por cumplir lo mandado, he aquí la garantía de una paz segura fundada en el amor. Y si el cuerpo parece resistirse no será por mucho tempo. Nuestro Dios suele premiar ese esfuerzo de sus hijos que pudo acabar en rebeldía, y les concede mayor complacencia en la tarea encomendada de la que podrían imaginar. Después, lo que parecía arduo y sin interés, se hace atractivo y menos costoso. Pero tal vez quiere el Señor ese primer movimiento de la voluntad del hijo con la Cruz pesada, que acabará cargando Él.

Al reanudar tu tarea ordinaria, se te escapó como un grito de protesta: ¡siempre la misma cosa!
Y yo te dije: —sí, siempre la misma cosa. Pero esa tarea vulgar —igual que la que realizan tus compañeros de oficio— ha de ser para ti una continua oración, con las mismas palabras entrañables, pero cada día con música distinta.
Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica.

San Josemaría Escrivá nos recuerda la gran importancia de cualquier tarea hecha por Dios. Nuestra Madre del Cielo nos puede recordar –se lo pedimos– que nada es pequeño aunque lo parezca, ni inútil aunque cueste, pues, podremos decir siempre: hágase en mi según tu palabra.