VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Mc 2, 1-12: Fe y obras de fe

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio: Mc 2, 1-12:

Y, al cabo de unos días, entró de nuevo en Cafarnaún. Se supo que estaba en casa y se juntaron tantos, que ni siquiera ante la puerta había ya sitio. Y les predicaba la palabra. Entonces vinieron trayéndole un paralítico, llevado entre cuatro. Y como no podían acercarlo hasta él a causa del gentío, levantaron la techumbre por el sitio en donde se encontraba y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico:
—Hijo, tus pecados te son perdonados.
Estaban allí sentados algunos de los escribas, y pensaban en sus corazones: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» Y enseguida, conociendo Jesús en su espíritu que pensaban para sus adentros de este modo, les dijo:
—¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decirle al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», o decirle: «Levántate, toma tu camilla y anda»? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados —se dirigió al paralítico—, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
Y se levantó, y al instante tomó la camilla y salió en presencia de todos, de manera que todos quedaron admirados y glorificaron a Dios diciendo:
—Nunca hemos visto nada parecido.


Fe y obras de fe

Entre las muchas enseñanzas que nos ofrece hoy el pasaje evangélico, en este caso de san Marcos, que se considera en la Liturgia de la Palabra, podemos fijarnos en la actitud de aquellos cuatro que llevan la camilla con el enfermo. Podría parecer accesorio este hecho en el conjunto de la situación que meditamos, que culmina en la absolución de los pecados de aquel hombre y en su curación corporal. Sin embargo, vale la pena, sin duda, que nos detengamos en lo que, según el Evangelista, provocó la reacción primera de Jesús. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico:
—Hijo, tus pecados te son perdonados.

Dios es Amor, según lo define san Juan, y así se manifiesta en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, con un permanente e inagotable interés por procurar el bien de los hombres. Nos ama porque siempre quiere lo mejor para nosotros. En todo caso, somos capaces de entender ese amor divino –hasta donde nos es posible con nuestra limitada capacidad–, si tenemos fe. Únicamente reconociendo a Jesús como Dios infinitamente Bueno y Todopoderoso, mediante la fe, entendemos su Amor ilimitado por el hombre.

Jesús pide en bastantes ocasiones la fe explícita de aquellos a quienes auxilia. En otras ocasiones, como ésta que hoy consideramos, la fe se manifiesta ya en el modo de hacer de quienes actúan. Recordemos, por ejemplo, a Bartimeo, el ciego de Jericó, a la mujer sirofenicia, al leproso que recordábamos la semana anterior, a la hemorroisa y tantos otros. Era necesario que Jesús fuera reconocido como Dios, capaz por tanto –a pesar de su apariencia simplemente humana– de lo que sólo Dios puede hacer. Se manifestaba así el sentido de su vida entre los hombres: hacernos saber que Dios, por la Encarnación, Muerte y Resurrección gloriosa del Verbo, desea que participemos de su misma divinidad como hijos suyos, siendo, como somos, simples hombres.

En la curación de este paralítico podemos observar en detalle la fuerza de la verdadera fe. Constatamos, asimismo, la respuesta coherente del Señor, protagonista siempre de una misión plenamente salvadora para los hombres. Podemos aprovechar la circunstancia favorable de estos versículos que se ofrecen a nuestra meditación, para reflexionar, en el silencio secreto de la propia intimidad, sobre la potencia efectiva de nuestra fe y en el bien que, ante todo, esperamos alcanzar de Dios.

¿Se nota en mi conducta ordinaria de cada día que, con medios quizá desproporcionados para la mayoría de la gente, intento agradar a Dios y lograr una eficacia insólita? Sacar al paralítico de su casa, únicamente porque ha llegado Jesús, perseverar en el empeño de ponerlo ante Él –a como dé lugar–, hasta el extremo de no regatear medio alguno, hasta romper incluso el techo de la casa (dispuestos, sin duda, a correr con las consecuencias económicas del siniestro provocado) con tal de lograr su propósito: esto es verdadera fe. Es una fe eficaz, pues las obras visibles responden de ella. De otro modo, la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta, como afirma el apóstol Santiago.

El cristiano coherente con su fe ha de sorprender con su conducta, sobre todo cuando el ambiente en que se desenvuelve no está impregnado de los ideales del Evangelio, como hoy por hoy suele suceder. El modo de organizar la familia, la forma de divertirse, el empleo del dinero, la ocupación del tiempo, son aspectos, entre otros muchos que se podrían mencionar de una vida corriente, que uno organiza según determinados criterios. Todos esos aspectos quedan poderosamente afectados, en algún sentido, cuando se viven con fe. Y, hasta tal punto, que si no se notara, en lo concreto de la conducta y en lo que es valioso para una persona, su condición de cristiano, habría que entender que cristiano es de nombre, pero no de hecho.

Entre otras profundas convicciones, el hijo de Dios que intenta vivir cada día como tal, tiene la de que su máximo bien es la santidad y su mayor mal el pecado. En absoluto sorprende, pues, que Jesús limpie de sus pecados primeramente al paralítico. En realidad, el pecado es, para cualquiera, un mal inmensamente mayor que la peor de las desgracias en el orden físico, como sería la parálisis para aquel hombre. El pecado, apartamiento de Dios por ser oposición a su voluntad, supone un fracaso del hombre en cuanto tal, no ya en el orden físico como la enfermedad. El hombre en pecado es un contrasentido por naturaleza. Pues estamos hechos para amar a Dios y sólo en eso está el pleno desarrollo del hombre.

Santa María es maestra de fe. De fe manifestada en obras, desde el anuncio del Ángel hasta la Cruz de su Hijo. También por esto la llamamos bienaventurada todas las generaciones.