XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 4, 35-40:
Dios es siempre la referencia

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio: Mc 4, 35-41

Aquel día, llegada la tarde, les dice:
— Crucemos a la otra orilla.
Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:
—Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:
— ¡Calla, enmudece!
Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:
— ¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?
Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:
— ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?


Dios es siempre la referencia

Aquel día y el acontecimiento que nos ofrece hoy la Iglesia por san Marcos, debió quedar singularmente grabado –por lo espectacular y porque afectó al conjunto de los Apóstoles– en la mente y en el corazón de aquellos primeros seguidores de Cristo. De hecho, pudieron morir, de no ser por la intervención milagrosa del Señor. Sin embargo ya se les nota acostumbrados –acuden prontamente a él en busca de remedio– a la acción prodigiosa de Jesús.

Aunque no alcancen todavía a entender la realidad profunda de Cristo –sería preciso para ello la acción singularmente santificadora del Paráclito, tras la Resurrección y Ascensión a los cielos del Señor–, ya tienen bastante experiencia de su poder extraordinario. Hasta se atreven a echarle en cara que no hubiese intervenido antes ante el peligro de naufragio. En efecto, ordena al viento y al mar y obedecen y vuelve la seguridad a la nave. Pero no se libran del reproche del Maestro, porque habían demostrado temor estando con Él.

Es posible que nos sintamos nosotros retratados en esa conducta contradictoria de los Apóstoles: confianza en Jesús y desconfíanza, temor a lo agresivo de la vida, habiendo puesto en Dios –seguros– toda la confianza. También nosotros, en ocasiones, desconfiamos como los Apóstoles, a pesar de que en teoría parecen convencidos de la absoluta grandeza y omnipotencia del Señor: lo tenían claro, por la experiencia repetidamente demostrada de su poder y su bondad. Y hasta tal punto, que habían respondido a su llamada a compartir con él su vida. Pero el peligro de aquel día era demasiado notorio, el agua inundaba la embarcación y comenzaron a temer por sus vidas. Aquel convencimiento, por el que dejaron todo para seguirle, parecía haber desaparecido de pronto. Se diría que, a pesar de todo, aún no era la suya una fe que conformarse radicalmente sus vidas.

Y en nuestro caso, ¿cómo es la fe? Creemos, sí; estamos persuadidos de que no hay nada como la paz, la alegría y la seguridad de ser fieles a Dios. Le amamos sobre todas las cosas, aseguramos con sincero convencimiento; pero el cada día nos demuestra, con demasiada frecuencia, que necesitamos ver claro; sentir que podemos desenvolvernos en cada jornada con los medios a nuestro alcance; tener la confirmada experiencia de que aquello es posible. Si no, desistimos, no acometemos ese objetivo –la evangelización en un ambiente hostil– por Dios, por miedo al fracaso. Como aquellos Apóstoles, querríamos no estar embarcados entre olas impetuosas y agresivas. Porque hemos olvidado Quién está también en nuestra misma barca; con los mismos intereses que nosotros porque hemos asumido los suyos.

Maestro, ¿no te importa que perezcamos?, exclamaron los discípulos de Jesús. Que conocedores de nuestra incoherencia y de nuestra debilidad, no nos falte al menos la sencillez para invocar así a Nuestro Señor. Sin salir de la barca, sin abandonar la travesía, que sería mucho más sencillo para "terminar" con el problema y mucho más cómodo, pero también sería abandonar la tarea para la que el Señor nos llamó.

Así es la navegación en el mar mundo para los cristianos. Los océanos de la vida –de la vida de fe, del camino de la santidad– son tempestuosos. No es lo nuestro, claro está, quedarnos en la orilla, chapoteando en una especie de juego entretenido, divertido e irresponsable, habiendo tanto por hacer mar adentro. Habiendo tantos y tantas que no conocen a Jesucristo o viven como si no lo conocieran, mientras se pierden lo único verdaderamente relevante de la existencia humana. El Evangelio es la "gran noticia" de Dios al mundo, con la que nuestro Creador nos hizo saber sus designios de amor: que somos sus hijos, que lo nuestro es vivir para la eternidad en la intimidad incomparable de su amor.

Pero, antes que nada: ¿notamos el ímpetu del mar de nuestro mundo?; ¿apreciamos cansancio, tedio, la oposición de algunos, que nos falta el tiempo, o la salud, o los conocimientos, o de todo un poco...?; ¿tal vez sentimos que, a pesar de todos esos inconvenientes, sólo podemos ser leales a la llamada divina poniendo lo mejor de nosotros, confiados en Dios? Porque el Señor, que nos da su Gracia, no nos pide imposibles a nadie. Pero notar la oposición del ambiente, como aquellos Apóstoles notaron la bravura del mar, es buena señal; que sólo mar adentro está la tarea del cristiano. Por el contrario, una vida sin "problemas" no es posible que vaya de acuerdo con el ideal de Jesucristo que decimos haber asumido.

Queramos escuchar, cuantas veces sea preciso y humildemente, ese reproche de Nuestro Señor: ¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe? Para que, rectificando como aquellos Apóstoles, nos sintamos tranquilos, aunque cansados –porque somos pobres hombres–, al notar la fortaleza y la seguridad de Dios mismo con nosotros.

La humildad y la fe de María la hicieron poderosa para vivir en la voluntad de su Señor. Que nosotros, con su auxilio, tengamos su mismo ideal.