XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6,1-6:
Ser santos en la vida corriente

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio Mc 6, 1-6

Salió de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Y cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le oían decían admirados:
—¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos?¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?
Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús:
—No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por su incredulidad.


Ser santos en la vida corriente

Por los versículos de san Marcos que nos ofrece para considerar en este domingo la Liturgia de la Iglesia, podemos saber que los paisanos de Jesús lo tenían, en efecto, como un hombre corriente. Pero sucedía entonces, como en nuestros días, que la gran mayoría de las personas tenían escaso conocimiento de las verdades reveladas. También hoy sucede con frecuencia que quienes se dedican junto a colegas, compañeros y amigos a ocupaciones corrientes de trabajo, familia, diversión, etc. son poco versados en la ciencia de Dios. Es, de hecho, excepcional encontrarse a un cristiano corriente que tenga una buena formación doctrinal católica.

Con toda probabilidad, también en el círculo de las personas que tratamos más habitualmente, llamaría la atención –si no les ha sorprendido ya– vernos piadosos, además de buenos trabajadores; conocedores del evangelio –sin vergüenzas–, además te enterados de los vaivenes de la política local e internacional; con tiempo para ellos –para cada uno–, y con tiempo también para la frecuencia de sacramentos y para la oración. Y todo eso a costa –eso sí– de la propia comodidad, del ocio y de las pérdidas de tiempo, que para muchos se han convertido hoy en un derecho. Se diría que, en este sentido, las cosas han cambiado poco en veinte siglos.

Hoy como ayer, salir de la mediocridad que reina en el saber y en el hacer –porque la comodidad excesiva o pereza es un pecado capital que a todos nos tienta– es logro victorioso de algunos luchadores. Toda una "industria" sabe aprovechar la debilidad humana y mantenerla, para manejar mejor a las personas, previamente uniformadas por la ley del mínimo esfuerzo. Los beneficios económicos de la hábil explotación de los aburguesados son ingentes, gracias a la comercialización de cientos de artículos que nutren y activan más y más los apetitos del gusto y el confort. A la vista de todos está el lujo y el placer de que disfrutan algunos y que muchos más pretenden: capricho superfluo y, sin embargo, nuevo dios que acapara la mente, el corazón y la sensibilidad de tantos y tantos.

Los criterios de éxito, de poder, de categoría y calidad de vida o de dignidad y grandeza humanas de esa cultura, incluyen valores solamente terrenos. Pocas veces, en efecto, se piensa en un gran hombre justo, heroico, generoso, valiente, esforzado, humilde y discreto... Si no es famoso de algún modo, si no triunfa con un éxito reconocido, es difícil que en la sociedad en que vivimos se le considere un ejemplo a seguir. Un "gran hombre" de los de ahora en muchas sociedades desata la admiración de las multitudes, incluso pone de moda su forma de ser por alguna razón exitosa, aunque personalmente esté cargado de vicios, con independencia, en cualquier caso, de su calidad humana y espiritual. Algo que tan poco tiene que ver tantas veces con la categoría personal, como la caprichosa fortuna o unas condiciones naturales físicas extraordinarias, puede hacer a alguien admirable e incluso envidiable para algunos.

Si reconocemos que podemos ser en ocasiones superficiales en el modo de valorar las personas, deberíamos intentar calar en el fondo auténtico de la gente. No dejarnos impresionar, ni para bien ni para mal, por cualidades que, tanto si son positivas como negativas, no afectan de suyo al valor genuino de los sujetos. La categoría social, la posición económica, la fama o el éxito, no son de suyo manifestación de categoría personal, de auténtico valor de los individuos. En cambio, la honradez, la sinceridad, la generosidad, la seriedad del trabajo, el interés por la justicia y por el bien de los otros, sí. Sin duda, es necesario primero y ante todo conocernos bien a nosotros mismos. Contemplar nuestra vida y su conducta –como contenido que da categoría al ser personal de cada uno– desde una conciencia sobrenatural, divina. Con esa luz nos será fácil juzgar de nosotros mismos ante todo, y de los demás de modo secundario pero acertadamente, ya que nos interesa, por muy diversas razones, saber cómo son en realidad nuestros semejantes.

Las palabras de san Marcos que hoy se nos ofrecen, ponen de manifiesto que Jesús, en aquella ocasión, siendo como siempre la perfección misma de categoría humana, no cayó bien a sus paisanos. Fue, según parece, porque esperaban de Él algo llamativo: el éxito clamoroso como condición para que sea reconocida la virtud. No se deja Jesús impresionar por las pretensiones de aquéllos: no munda su conducta para ganarse seguidores. Desde luego que no sería más cierto lo que acababa de enseñarles por hacer, además, algún prodigio extraordinario como esperaban. Por la elocuencia de sus palabras y la coherencia incontestable de sus razonamientos ya habían reconocido la verdad de su doctrina: ¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado...? Sólo quedaba ya –y por parte de ellos– un asentimiento eficaz a lo que acaban de oír, puesto reconocían sus palabras cargadas de verdad, aunque Jesús les pareciera sólo –por el momento– el artesano, el hijo de María.

También nosotros queremos actuar siempre con esa sencillez de Jesús. Es suficiente con que contemple Dios nuestras buenas obras para sentirnos llenos de paz. No queramos sentir sobre todo el beneplácito de los hombres. No necesitemos una justificación ante ellos de nuestra conducta: basta con que la recta conciencia no nos acuse ante Dios. De la gente no pocas veces sentiremos incomprensión, cargada como está la sociedad de ideales e intereses de mero confort, útiles a corto plazo, plausibles e intersantes para una mayoría poco dada al esfuerzo, cuando no claramente hedonista.

La Madre de Dios y de los hombres, que en su admirable y humilde sencillez todo lo refiere a su Creador, nos asista a cada paso, para permanecer sólo atentos a lo que a Él le agrada.