XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6,24-35: Vivir las obras de Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio

San Juan 6, 24-35

Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en laen ese otra orilla del mar, le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?
Jesús les respondió:
—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.
Ellos le preguntaron:
—¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?
Jesús les respondió:
Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.
Le dijeron:
—¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto el maná, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo.
Les respondió Jesús:
—En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.
Señor, danos siempre de este pan –le dijeron ellos.
Jesús les respondió:
Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.

Vivir las obras de Dios

Jesús es la franqueza misma. Ese amor suyo a la verdad, que –bien es sabido– le condujo hasta la muerte, queda manifiesto asimismo en el pasaje que recuerda san Juan en su evangelio y hoy nos ofrece la Iglesia. Vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. A Jesucristo no le engañaban; no era amor a su Persona lo que despertaba entusiasmo en cuantos le seguían, ni el reconocimiento en Él de un poder y majestad hasta entonces nunca vistos. Algo tan vulgar como el hambre o, muy posiblemente, la posibilidad inconfesable de hartarse sin esfuerzo arrastraba a casi todos a seguirle en aquellos días.

Reaccionan algunos ante el divino reproche, como si de modo natural tuvieran incorporado el convencimiento de que no es bueno tanto interés por las propias cosas. Ven, con evidencia, que han de servir a su Creador: ¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?, le preguntan. Se les había manifestado en un instante, con nítida claridad, que su primera y decisiva obligación era configurar la propia existencia según el proyecto original que sólo Dios –Creador del hombre– había determinado. Las obras de Dios; llevar a cabo en cada instante lo que Dios quiere, como Dios quiere. Se trata, muy posiblemente, de realizar lo mismo de siempre: esa ocupación habitual, ordinaria, que nos corresponde en función de la familia, del trabajo, de la relación habitual con la gente, incluso en los momentos del necesario descanso y la diversión. Todo eso como Dios manda.

Enseña Nuestro Señor que no cualquier modo de comportarse es grato a Dios, por mucho que sea libre y pacíficamente escogido por el hombre, incluso con gusto. Con frecuencia, en efecto, como sucedía con aquellas multitudes anónimas e interesadas con frecuencia que seguían a Jesús, los hombres podemos actuar sin el necesario referente divino, único sentido que puede hacer digno del hombre nuestro quehacer. Por satisfacer un apetito; por desarrollar una capacidad; por cumplir un deber humano, el que sea; por el propio bienestar o el de los nuestros... Son motivos, nobles todos ellos, pero insuficientes para nosotros, los hombres, habiendo sido capacitados en nuestro mismo origen para la Gloria de Dios: tenemos capacidad para dar gloria de Dios y, por voluntad suya, como hijos adoptivos por Jesucristo, también somos capaces de participar en su propia Gloria.

Lo anterior no es sino consecuencia inmediata de la respuesta de Jesús a la pregunta que acabamos recordar. Ellos le preguntaron:
—¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?
Jesús les respondió:
—Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.
Quien Él ha enviado es Jesucristo, el propio Jesús de Nazaret, el Hijo de María Santísima, el mismo que les hablaba, y venía insistindoles de mil modos y demostrado su divinidad con innumerables milagros.

La fe en Jesucristo es lo primero e imprescindible para la santidad. Que Jesús es Dios, está claro por la fe; pero, como consecuencia, sus palabras, sus enseñanzas, nos son imprescindibles para la salvación. Tú tienes palabras de vida eterna, confesó Pedro, y Jesús le confirmó la afirmación. Lo único que nos puede salvar es vivir de acuerdo con su doctrina. Así, pues, la obra de Dios que hemos de llevar a cabo es siempre la misma. Y consiste en hacer que nuestra vida, cualquiera que sea su condición o situación, nuestra edad o estado, discurra de acuerdo con el Evangelio. El criterio de todo quehacer, será el de Dios, si queremos ser santos, es decir, el de quien Él ha enviado.

Es muy posible que una tendencia espontánea, consecuencia más bien animal de procurar el mínimo esfuerzo, el mayor confort, el quedar bien ante los demás..., nos lleve a pensar sólo en nuestras cosas, sin referencia alguna a Dios ni al plano sobrenatural que es el propio del hombre por creación. De ese modo nada más se cuenta con la propia capacidad y sólo se aspira a objetivos que, por elevados que sean, no pasan de ser mundanos. Jesús, en cambio, anuncia otra vida. Otro orden superior de existencia, que ha sido establecido por Dios para el hombre: con un alimento que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, asegura.

—Señor, danos siempre de este pan, acabaron por pedirle.
Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.

¿Sabemos nosotros alzar la mirada de lo inmediato y meramente interesante para cada uno, y contemplar también –y sobre todo– en lo cotidiano la permanente ocasión de amar a Dios que, al cumplir su voluntad, se nos ofrece?

Sin duda, la Llena de Gracia contemplaba en cada instante una oportunidad de amar a su Dios. Que, como Ella, no queramos dejar pasar esas ocasiones.