XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6, 41-51:
La necesidad de la Gracia

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio

San Juan 6, 41-51

Los judíos, entonces, comenzaron a murmurar de él por haber dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Y decían:
—¿No es éste Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que ahora dice: «He bajado del cielo»?
Respondió Jesús y les dijo:
—No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.
»Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

La necesidad de la Gracia

Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, afirmó Jesús con toda franqueza, dirigiéndose a los judíos. Aprovechemos, pues, nosotros sus palabras para meditar, aunque sea brevemente, este domingo.

Tal vez pensemos en ocasiones que es muy difícil el trato con Dios. La vida cristiana, que es vida de Cristo para el hombre y relación con Dios, como hijos con su Padre, es posible que se nos presente como una empresa de gran envergadura, a duras penas alcanzable. Y, por eso, bastantes desisten del intento y ni se plantean la tarea de su santificación. Ser buenos cristianos lo dejan para gentes especiales –según ellos–, especialmente dotadas –piensan algunos–, capaces de un heroísmo extraordinario.

Es innegable que el camino de la santidad nada más es transitable por los esforzados. El propio Jesús lo advertía: Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan. Cada uno notamos con bastante claridad, sin necesidad de particulares demostraciones al respecto, que seguir la doctrina de Cristo es tarea ardua. Pero los santos no han tenido por excesiva, desde ningún punto de vista, la empresa que llevaron a cabo. Sus ejemplos nos muestran vidas heroicas, en ocasiones muy fuera de lo común, pero una especial visión de sí mismos y de Dios con ellos, les hacía pensar, sin embargo, y sin falsos engaños, que no hacían nada desproporcionado, que era muy poco lo que aún se esforzaban por Dios.

La Constitución Pastoral Gaudim et Spes, del Concilio Vaticano II, resume en un párrafo la necesaria historia de la existencia humana, a la luz de la Revelación: A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Es indudable, pues, que cada uno necesitamos aportar lo mejor de nosotros mismos para la empresa de la santificación personal. Se trata de una dura batalla. Es necesario hacerse violencia y ser esforzados, como condición para alcanzar la meta propuesta por Dios. Pero no olvidemos que nuestra santidad es una iniciativa divina y que si apreciáramos una gran dificultad para vivir el Evangelio sería por una visión de la santidad demasiado sólo "de tejas abajo". ¿Acaso es posible que nos cueste en exceso cumplir los planes de Dios? ¿Nos puede Él pedir objetivos a duras penas accesibles?

El plan es de Dios. Intentemos comprender lo que significa verse incluido en un plan divino. Un proyecto de Dios para el hombre y, por consiguiente, siempre amoroso; eficaz de modo necesario y posible, pues es a la medida de cada uno, que dispone de la gracia de Dios para poder. Su poder –el divino poder– nos respalda al llamarnos a la santidad, es garantía para el hombre y el fundamento seguro del optimismo y la confianza del cristiano. No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. Con esas tiernas palabras habla Jesús del plan salvador de Dios, para disipar temores desproporcionados y que nos animemos a ser optimistas, a confiar: a vivir de fe.

Pero la afirmación de Jesús, con que comenzábamos esta reflexión, parece referirse –y con fuerza– a bastante más que a una ayuda: Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado. Es Nuestro Padre Dios quien se ocupa, de hecho, de que lleguemos a ser santos: Él nos atrae. Lo nuestro sería secundar esa iniciativa divina y no resistirnos a su atraccción, que nos garantiza para cada día su Gracia para que sigamos viviendo de fe y esperanza. Mientras, cada día, sentimos gozosos y asombrados, ante dificultades e incomprensiones, la confirmación de que la fidelidad mantenida sirve: que, por así decir, funciona. Así se acrisola el amor a Dios; y un deseo grande de gratitud y de perseverancia, que querríamos inundara todo nuestro ser, se desarrolla más y más en nosotros cada jornada. Y Dios nos hace notar cada día una alegría feliz –sólo suya– que nosotros entendemos bien, aunque bastantes no lo comprendan. Es Dios haciendo su obra, su plan en sus hijos. ¿Quién mejor? Nadie, como nuestro Creador y Padre conoce lo que podemos y lo que nos deleita. Nadie –tampoco nosotros– quiere que seamos felices tanto como Dios lo quiere.

La vida nuestra puede y debe ser una conversación habitual con el Padre Nuestro que está en los Cielos. Con frecuencia le habremos dado gracias, habremos intercedido ante Él por las necesidades de los demás, le habremos pedido perdón, etc. Digámosle, con mucha frecuencia, que tome las riendas de nuestra vida; que nos atraiga a Sí, por encima de tanta apetencia y vanidad; que queremos ser sólo suyos, también sus siervos, como Santa María, esclava del Señor.