XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 13, 24-32: Rectitud de intención

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio

Evangelio:  Mc 13, 24-32

«Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y en ese momento todas las tribus de la tierra romperán en llantos. Y verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Y enviará a sus ángeles que, con trompeta clamorosa, reunirán a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo a otro de los cielos.
»Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
»Pero nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre».

Rectitud de intención

Es un tema, podríamos decir, clásico en el Evangelio, el del fin del mundo que nos ofrece en este domingo la Liturgia de la Iglesia por san Marcos. Jesús habla de él en varios momentos. Recordemos, por ejemplo, la parábola del trigo y la cizaña, que termina con la recolección de la mies, que expresa el final de los tiempos; la parábola de la red barredera, que va recogiendo todo género de peces y luego son separados los buenos de los malos, lo mismo que al fin del mundo los ángeles separarán a los hombres... También se narra san Mateo este momento final de los tiempos, y la venida de Jesús con sus ángeles como Juez de todos los hombres. Precisamente este evangelista termina su relato con unas palabras de Jesús a sus Apóstoles, animándoles a tener confianza siempre, porque nunca se sentirán solos: sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, les dice.

Posiblemente se nos antoja demasiado lejano ese momento previsto por el Señor con grandes cataclismos en el sol, la luna y las estrellas. Tal vez su pensamiento nos sobrecoja, aunque no nos inquiete seguramente la posibilidad de vivirlo. Sin embargo, es indudable que para unos antes y para otros después, para todos habrá un día final de este mundo. Hoy pedimos a Dios que sea también para todos el momento de la plena felicidad lograda para siempre; cuando se cumplan por Él todos nuestros anhelos y la voluntad de Nuestro Padre, que quiere a sus hijos junto a Sí por toda la eternidad.

Elevemos ahora el corazón a Nuestro Señor, que está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, pidiéndole que le esperemos como hijos ilusionados que aguardan la venida de su padre. ¿Acaso no hemos esperado así muchas veces? Sólo si nos habíamos portado mal temíamos su llegada por miedo al castigo. Pero ahora no queremos esperar con miedo. Deseamos ser buenos hijos que alegran a su Padre en cada llegada y le esperan con ilusión.

Como decía san Josemaría, un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad.


—Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?

Si reconocemos ahora tal vez muchos detalles de nuestra vida que son impropios de los hijos de tan Buen Padre, aún estamos a tiempo de rectificar. Es tan Bueno, que conociendo nuestra pequeñez y nuestra flaqueza –nuestros egoísmos– nos perdona y nos brinda todavía más tiempo para amarle con su Gracia. Que queramos ver nuestra vida como una permanente espera ilusionada a Dios. Así describe el Señor la existencia cristiana, cuando la compara a aquellas vírgenes que esperan al Esposo, o a los siervos que aguardan el regreso de su Señor. Tengamos, como ellos, el prejuicio psicológico de vivir en una permanente y esperanzada espera.

Estamos en el mes que la Iglesia dedica a la oración por los fieles difuntos. Los que nos han precedido, algunos de ellos conocidos, amigos o familiares fallecidos, no hace mucho esperaban como nosotros el momento de su encuentro con Dios. Si han sido fieles, hoy, con la Gracia de Dios, viven gozando en su presencia o aguardan quizás todavía en el Purgatorio, hasta purificarse completamente de sus pecados. Renovemos el propósito de acudir a la intercesión de los santos, que viven ya en intimidad con Dios, y de ofrecer sufragios por las almas del Purgatorio. Nuestra generosidad de ahora en favor de estas almas es un buen modo, muy grato a Dios, de esperarle, mientras buscamos agradarle en las cosas de cada día.

No nos suceda como a aquel personaje del que habla Jesús, que parecía alegrarse desmedidamente por haber tenido mucho éxito en sus negocios: Insensato –le dirá Dios–, esta noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado, ¿para quién será? Y Jesús concluye: Así será el que atesora para sí y no es rico para Dios. No queramos dejarnos absorber por ideales exclusivamente terrenos. Preguntémonos, en cambio, con frecuencia si, de hecho, Dios es lo más importante en nuestra vida; si deseamos sinceramente el tesoro de Dios para los que amamos en este mundo.

Recordemos, en este sentido, el reproche de Jesús a Marta, la hermana de Lázaro, que estaba tan afanada en las cosas de la casa –buenas sin duda–, que se olvidaba del Señor: Marta, Marta –le dijo Jesús–, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria. María, su hermana, en cambio, dejando entonces otros asuntos, escuchaba atentamente al Señor.

Que en nuestras cosas: en el trabajo, en la familia, en los amigos..., veamos también siempre al Señor, para que lo nuestro no sea sólo algo nuestro –poco valdría entonces–, sino ante todo algo para Dios.

Así era la vida de Nuestra Madre, la esclava del Señor. A Ella le pedimos que todas nuestras acciones lleguen a ser también una ilusionada espera de nuestro Dios.