VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 6, 17.20-26: Felices en la tierra

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Lc 6, 17.20-26

Bajando con ellos, se detuvo en un lugar llano. Y había una multitud de sus discípulos, y una gran muchedumbre del pueblo procedente de toda Judea y de Jerusalén y del litoral de Tiro y Sidón.
Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, comenzó a decir:
—Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.
"Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
"Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
"Bienaventurados cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como maldito, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos en aquel día y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo; pues de este modo se comportaban sus padres con los profetas.
"Pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
"¡Ay de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre!
"¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!
"¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros, pues de este modo se comportaban sus padres con los falsos profetas!

Felices en la tierra

Alguno podría pensar que estas palabras del Señor reflejan el estilo de vida de los cristianos, de suyo tristes y sumidos habitualmente en la contrariedad. Frente a esas vidas tan lamentables, discurrirían el resto de los hombres –la mayoría de la gente– gozando, libres de las exigencias de Jesucristo o, al menos, sin complicarse innecesariamente la vida. Es indudable que las palabras del Señor son de alabanza para los que sufren, para los que sienten necesidades materiales y del espíritu; mientras que, por así decir, amenaza a los que piensan no carecer de nada, a los que se sienten satisfechos por cómo les van las cosas.

Es éste un pasaje, entre otros –el de las Bienaventuranzas–, cargado de todo el misterio de Dios y, consecuentemente, de toda su grandeza. Nos interesa, por lo tanto, calar en su profundo sentido, para acabar haciendo vida de nuestra vida esos modos de ser que el Señor aconseja. Porque no son las Bienaventuranzas unos consejos "piadosos" en el sentido flojo de esta expresión, sin fuerza para comprometer al cristiano. Se trata, por el contrario, de verdaderos retos que Jesucristo plantea a todos los hombres, reclamando de cada uno, a través de ellos, el asentimiento a su divinidad.

Es preciso ser realistas ante ese modo de vida, que hemos de incorporar si queremos ser consecuentes con nuestra fe. Para ello no hay más remedio que reconocer que no se entiende que sean bienaventurados los pobres, y los que padecen hambre, y los que lloran... Como tampoco se entiende que deban lamentarse, en cambio, los ricos y los que son honrados con la gente. No se entiende, al menos desde el punto de vista más común, exclusivamente humano. No es eso lo que nos entra habitualmente por los ojos: a lo que nos tiene acostumbrados la vida.

No olvidemos que fue voluntad de Dios, Creador del hombre y de cuanto existe, que fuéramos capaces de Él y que nuestra plenitud personal consistiera en poseerle. No ha de extrañarnos, entonces, que constituya una verdadera desgracia para el hombre –capaz de Dios– sentirse ya satisfecho con realidades sólo temporales. De esos hombres se lamenta el Señor: ¡ay de vosotros los ricos –dice, por ejemplo–, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! Consuelo, por lo demás, en que consistía su ilusión y que buscaban como decisivo objetivo de sus proyectos, por falso que fuera en realidad y desilusionante a la postre. Por eso, cuando no son un medio para amar a Dios, todas las realidades de este mundo no deben ser sino instrumentos con que procuremos agradar a nuestro Creador y Padre.

¿Dónde están mis ideales, mis ilusiones? ¿En qué tengo puesta mi esperanza y cuáles son mis proyectos? Y recordamos aquellas otras palabras de Cristo, de que ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro. No podéis –concluye– servir a Dios y al dinero. Y otro tanto sucede con los honores, con la salud, con la comodidad y con todo lo que nos atrae en la vida, pero no puede traspasar los límites de lo temporal y caduco. No nos dejemos atraer por esos ideales, considerados sólo "de tejas abajo", como si buscáramos en ellos lo que no pueden dar. Hagamos un acto explícito de fe en que sólo Dios nos puede colmar, en que son apariencias, ilusiones para nosotros pequeñas, esas otras apetencias que nos ofrece este mundo, cada día, por cierto, con más estudiado atractivo.

Movidos por esa fe, comprendemos que es lógico que queden insatisfechos según este mundo los realmente felices, los bienaventurados: los que buscando derechamente y sólo a Dios en la vida –muy posiblemente, mientras llevan a cabo sus quehaceres ordinarios como los demás–, no dejan tiempo ni ilusión para poner en lo que no es Dios. Por así decir, Dios les agota, consume todas sus energías y su capacidad de amar, de paso que Nuestro Padre no encuentra obstáculo para mostrarles su amor, puesto que no quieren que nada los distraiga de Él. Desean positivamente sentirse libres –y serlo de verdad– de ataduras terrenas por pequeñas que sean, que serían freno, lastre inútil en su camino hasta el Cielo.

Ciertamente, los bienaventurados de los que habla Jesús sufren. Es real que notan la ausencia de esos consuelos que ven en otros y, como son gente normal, notan el atractivo de la vida confortable y sin dificultades que podrían llevar, con sólo no tomarse la fe tan en serio. El cristiano siente por eso a menudo la tentación de desistir, de ser uno de tantos...; y la tentación de hacer compatible el amor a Dios sobre todas las cosas, con un cierto amor –pero verdadero amor, al fin y al cabo– a las cosas en sí mismas. Sería contemporizar: por ejemplo, dejando a Dios para el fin de semana; o buscando agradarle hasta cierto punto, como la sugerencia que refiere san Josemaría en aquel punto de Camino:

Me dices que tienes en tu pecho fuego y agua, frío y calor, pasioncillas y Dios...: una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo.
Tranquilízate: mientras quieras luchar no hay dos velas encendidas en tu pecho, sino una, la del Arcángel.

Pidamos a Nuestra Madre –maestra de fe– que nos convenza de que, como Ella, sólo somos felices cuando nada más buscamos al Señor.