Sábado. Vigilia Pascual en la Noche Santa

Mt 28, 1-10: Una vida gloriosa también para los hombres

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:   Mt 28, 1-10

Pasado el sábado, al alborear el día siguiente, marcharon María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto se produjo un gran terremoto, porque un ángel del Señor descendió del cielo, se acercó, removió la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como de un relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron de miedo ante él y se quedaron como muertos. El ángel tomó la palabra y les dijo a las mujeres:
—Vosotras no tengáis miedo; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como había dicho. Venid a ver el sitio donde estaba puesto. Marchad enseguida y decid a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos; irá delante de vosotros a Galilea: allí le veréis. Mirad que os lo he dicho.
Ellas partieron al instante del sepulcro con temor y una gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo:
—No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán.


Una vida gloriosa también para los hombres

Hemos terminado de conmemorar un año más y de vivir los acontecimientos de la Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. El heroísmo de la caridad de Jesús, Dios y hombre, queda patente ante sus discípulos durante la Última a Cena. Un amor de Dios a los hombres más allá de toda comprensión humana. Por los ojos les entró a los Apóstoles que vino a servir, cuando realizó por ellos que la tarea de lavarles los pies propia de los siervos. Pero no podían hacerse cargo –tampoco nosotros ahora– del amor que supone entregarse Él mismo: con su cuerpo, con su sangre, con su alma y con su divinidad, como alimento para todas las generaciones. Así lo había anunciado poco tiempo antes en la sinagoga de Cafarnaún, ante el escándalo de la mayoría de sus oyentes. Sin embargo, nuestro Salvador fue intransigente: En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él, les aseguró.

No tenemos los cristianos, por consiguiente, ninguna duda de que la vida que espera Dios de nosotros por Jesucristo no puede ser solamente una vida humana de obras perfectas, por el intento tal vez de imitar la conducta de Jesús. ¿Tendría acaso el hombre con sus solas fuerzas, por perfectas e insólitas que fueran, la capacidad de trascender hasta la divinidad? Pues en ese ámbito nos quiere Dios desde el principio como hijos por Jesucristo: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Así se expresa san Juan al comienzo de su evangelio, en una página gloriosa, síntesis insuperable de la realidad de Jesucristo y el sentido genuino de la vida de los hombres.

Los hombres solos no somos capaces de llegar hasta donde Dios espera, por mucha que sea nuestra perfección e incansable nuestro empeño. Pero Jesucristo no deja en todo caso de exigir y el ideal cristiano se presenta como la ilusión de quienes están dispuestos a llevar una vida esforzada hasta el mayor sacrificio. Una vida, pues, que podríamos calificar de heroica e imposible. ¿Acaso no es así, como sustraída ya de este mundo, la vida de Jesús resucitado? La vida de Jesús de Nazaret que a partir de esta noche, contemplamos se presenta, en efecto, a los ojos humanos como un extraordinario e incomprensible prodigio. Tan sorprendente que, aunque lo había advertido con tiempo, al saber de la Resurrección, las mujeres salieron y huyeron del sepulcro, pues estaban sobrecogidas de temblor y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque estaban atemorizadas, explica san Marcos. Una reacción, sin embargo, podríamos decir, natural. Una vez más el proyecto de Dios nos resulta demasiado grandioso como para aceptarlo sin más.

El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, pero al tercer día resucitará. Las palabras de Jesús parecen inequívocas, pero no sabemos si resultaron a sus discípulos más alejadas de su capacidad de comprender porque anunciaban la muerte de Jesús o su Resurrección. En todo caso, nos dicen los evangelistas que ellos no comprendieron nada de esto: era éste un lenguaje que les resultaba incomprensible, y no entendían las cosas que decía. (...) Y se pusieron muy tristes (...) y temían preguntarle. La Resurrección del Maestro había quedado en sus mentes como un misterio casi olvidado. Hizo falta la innegable realidad del sepulcro vacío, como lo encontraron en la mañana del domingo, para que despertara en ellos y aceptaran el incompresible misterio de la vida resucitada que les había sido anunciado.

—¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado; recordad cómo os habló cuando aún estaba en Galilea diciendo que convenía que el Hijo del Hombre fuera entregado en manos de hombres pecadores, y fuera crucificado y resucitase al tercer día.
Entonces ellas se acordaron de sus palabras. Y al regresar del sepulcro anunciaron todo esto a los once y a todos los demás. Así se expresaba san Lucas. Y san Juan, protagonista perplejo de lo que la Magdalena anunciaba, cuenta que entonces entró también el otro discípulo –el proio Juan– que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos.

El Apóstol manifiesta por extenso a los primeros fieles de Corinto la tremenda relevancia que tiene para el cristiano de la Resurrección de Jesús. Basten ahora estas palabras suyas: Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primer fruto de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. También hay, por consiguiente, para el hombre una vida resucitada.

¿Cómo, si no, podrían cumplirse en nosotros tantas promesas del mismo Cristo? Recordemos ahora tan sólo una, en aquellos momentos últimos, entrañables, de Jesús con sus discípulos, la víspera de su Pasión: No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.

Llenos de gratitud, mientras contemplamos el mundo y la vida con los ojos de la fe, por encima de estas realidades de ahora, hacemos el propósito de buscar una razón trascendente, unidos a la Madre de Dios –¡Bienaventurada porque has creído!– en cada cosa que nos ocupe en la vida.