V Domingo de Pascua, Ciclo C

Jn 13, 31-33a.34-35: La sorprendente Gloria según Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Jn 13, 31-33a.34-35

Cuando salió, dijo Jesús:
—Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo; y pronto le glorificará.
Hijos, todavía estoy un poco con vosotros.
Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.


La sorprendente Gloria según Dios

La glorificación de Jesucristo por parte de Dios, de la que Jesús habla en la Ultima Cena, recuerda a aquella a la que se referirá san Pablo en su epístola a los de Filipo. Se trata de hecho de la única glorificación de Nuestro Señor, que, aunque pueda sorprendernos, no es una exaltación triunfal ante los hombres, ni tampoco la satisfacción máxima de sus apetitos; se lleva a cabo por su sufrimiento. Al día siguiente Jesús se ofrecería en la Cruz, obediente al Padre, en redención por todos los hombres de todos los tiempos. Se sometió a los agravios de la Pasión hasta morir por nosotros: no hizo alarde de su condición divina –dice el Apóstol–, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre.

Jesús habla de su próxima glorificación cuando se acerca la hora de la Cruz: el momento de su humillación, por parte de los judíos y de la autoridad romana, ante todo el pueblo. Parece importante meditar sobre esta afirmación de Jesucristo, que puede resultar muy paradójica en este tiempo para la mentalidad de muchos. Nosotros, como siempre, reafirmemos nuestra fe en el Señor, Maestro de los hombres, con la ayuda de su Gracia. Asentiremos así confiadamente a sus palabras; que, incorporadas a nuestra vida, serán para cada uno criterio seguro de conducta.

Tenemos miedo al dolor. Posiblemente lo hemos sentido más intenso en alguna ocasión y querríamos no volver a padecerlo. Incluso nos aterroriza pensar que pueda venirnos un sufrimiento aún más intenso y apenas soportable. La imaginación puede presentarnos una amplia gama de dolores a partir de lo que hemos oído de otros o contemplado por nosotros mismos. Podríamos entonces estremecernos. Olvidaríamos en ese momento que Dios es Padre nuestro y nos quiere. Nos quiere, aunque contemple nuestro dolor –como contempla el de Cristo, su Hijo amado– y, pudiendo apartarlo de nuestra vida, nos deja, sin embargo, con él.

A veces sufrimos por el esfuerzo y el cansancio que acompañan al cumplimiento del deber. Es, no pocas veces, la pelea con nosotros mismos: contra el desorden, la pereza, la sensualidad, el afán de posesión o de quedar bien... Ese interés por cumplir con perfección es mayor –verdadero amor– cuando creemos que Dios nos espera en el deber de cada instante. Entonces aumentan el esfuerzo y el cansancio, en la medida en que aumenta el amor. En ocasiones el dolor viene: con la enfermedad, propia o ajena, o por las mil circunstancias que pueden resultarnos dolorosas en la convivencia cotidiana. Tal vez ante este sufrimiento, que se nos antoja más inútil, la protesta sale casi espontánea: no entendemos ...

Para comprender, en cuanto es posible, el dolor humano es necesario mirar a la Cruz de Cristo, pues en Ella están contenidas todas las formas de nuestro sufrimiento. También se entiende contemplando la Cruz –claro está, con la ayuda de la Gracia– que el mejor hombre es el que más sufre. Pero ha de ser a la manera de Cristo. No, desde luego, el que más padece o el que se siente más atormentado a lo animal, sino el que acepta el sufrimiento porque ama. Se ama a Dios al vivir para su voluntad en el cumplimiento del deber. Se le ama también, y es necesario, aceptando esa divina voluntad en el acontecer cotidiano, independiente tantas veces de nuestra acción, pero sometido a su señorío, porque –por así decir– a Dios no se le va de las manos ni una sola de las circunstancias del mundo.

Jesús es glorificado en la Cruz. Muriendo en el Calvario recibe de Dios toda la gloria: se cumple perfectamente en Él la voluntad de la Trinidad de proclamar su amor divino por toda la Creación, librando a los hombres de la esclavitud del pecado. En el sufrimiento de Cristo -de Jesús- está por consiguiente su grandeza; la proclamación con obras, más que con palabras, de su divina excelencia: lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre.

Toda rodilla se doble..., y toda lengua confiese. En los cielos, en la tierra y en los abismos, dice el Espíritu Santo por la pluna del Apóstol: cuanto existe proclama la grandeza y majestad de Jesús. El hombre adora agradecido a su Salvador. Todo en Dios y fuera de Él le glorifica. Porque Jesús cumplió hasta el extremo la voluntad del Padre, aceptando morir y vivir como hombre, sometido a los hombres que le llevaron a la muerte sin perder por ello la confianza: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, rezó con el salmo.

En María, como en Jesús, podemos decir que Dios se salió enteramente con la suya; así es bendita entre todas las mujeres. Le pedimos a nuestra Madre, deseosos de la gloria, de la felicidad plena que Dios nos desea, que sepamos poner los medios para vivir y aceptar la voluntad de nuestro Creador.