Santiago, apóstol, Patrón de España

Mt 20, 20-28: El divino ideal

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 20, 20-28

Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición. Él le preguntó:
—¿Qué quieres?
Ella le dijo:
—Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.
Jesús respondió:
—No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?
Podemos —le dijeron.
Él añadió:
Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.
Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús les llamó y les dijo:
Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.



El divino ideal

En la celebración del apóstol Santiago, intentamos meditar en las palabras conclusivas de Nuestro Señor de la escena evangélica que, para hoy, nos ofrece la Liturgia de la Iglesia. Palabras, como siempre las evangélicas, definitivas por su importancia para nuestra vida de cristianos. En este caso, se refiere expresamente Jesús a una característica imprescindible, como actitud de fondo y condición, en quienes quieran ser grandes para Él. Queda claro, una vez más, que los criterios mundanos de valoración no se corresponden en ocasiones con los criterios divinos. Los hombres, demasiado preocupados por sí mismos, olvidados a menudo del sentido genuino y trascendente de su existencia, y ajenos –en la práctica– al querer de Dios, parecen haber perdido el interés por los verdaderos valores, y se desviven –en cambio– por objetivos que les apartan de su fin y también de su felicidad, aunque no puedan sospecharlo.

Jesús no quita la razón a la buena madre de Santiago y de Juan. Sus deseos son claramente inmejorables: desear el mayor bien para sus hijos, y nada puede serlo sino la máxima proximidad con Dios. Pero debe corregir Jesús esa rivalidad entre los apóstoles, que entienden mal –a lo humano– la grandeza en el Reino de los Cielos y, por el momento, se ilusionan tan sólo con una grandeza "de tejas abajo". Los hombres, en efecto, hemos adulterado el sentido de la bondad, del mérito, del valor: ya no tienen para la mayoría, en una primera y espontánea apreciación, su genuino y original significado. La fama, el bienestar, el poder; que tantas veces son compatibles con la maldad moral y el egoísmo, y con la falta de caridad –siendo esta virtud la esencia de la perfección cristiana– han venido a suplantar a los verdaderos bienes, que hacen bueno al hombre. Dios nos espera –simplemente buenos– aristócratas del amor, siguiendo el ejemplo de Cristo, aún a costa de no tener esos otros "valores", que tanto atraen desordenadamente como consecuencia del pecado.

No tiene que ser así entre vosotros, reprende a los Apóstoles. Las palabras de Jesucristo son inequívocas. En lo sucesivo, los discípulos del Señor no verían un ideal en las ilusiones tan frecuentes de la mayoría. Lo de ellos tendría que ser con frecuencia lo menos apreciado, lo que por regla general muchos consideran sin valor y, en la práctica, despreciable. Lo bueno sería servir; lo valioso para el Reino de los Cielos, poner todo lo propio, hasta la vida, buscando el bien de los demás: de la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.

Se hace muy necesario meditar con detenimiento esta afirmación de Jesucristo, de modo particular en nuestros días, por el concepto dominante de persona, que contrasta sobremanera con el ideal que el Señor propone con sus palabras y con el ejemplo de su vida. Supone este divino ideal ciertamente una ruptura, que podría parecer muy violenta, con los modos de actuación y los planteamientos vitales más frecuentes hoy. Dejando a un lado la descripción de las diversas variantes en ese sentido, que dependerán de las distintas culturas y regiones, centrémonos –por ser más prácticos– en el consejo imperativo de Cristo: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. Se tratará para el cristiano –aunque no esté de moda– de empeñarse decididamente en un servicio que busque el bien, el desarrollo y el progreso del otro, lo que sea mejor para los demás. Su cabeza y su corazón –nuestras cabezas y nuestros corazones, si queremos ser buenos cristianos–, no querrán dirigirse sino a las necesidades y el mejor bien de los que nos rodean y de todo el mundo. El propio bien personal –mi felicidad, mi alegría, mi salud, mi bienestar, mi éxito– no es algo preocupante para el buen cristiano: confía esperanzado en la Eterna Bienaventuranza y en el amor paternal y providente de Dios, mientras se consume, como una discreta brasa, caldeando sobrenatural y eficazmente su entorno.

De san Josemaría es precisamente la imagen: Tú has de comportarte como una brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté; o, por lo menos, procura elevar la temperatura espiritual de los que te rodean, llevándoles a vivir una intensa vida cristiana. Porque, en el fondo, el único verdadero interés nuestro debe ser "pegar" a otros al Señor. En esto quiere consistir el servicio cristiano en el mundo. Con un profundo respeto a la libertad individual, ofreceremos gratuitamente a todos lo mejor que es posible ofrecer: la verdad de la fe. Ese servicio consistirá, las más de las veces, en el ejemplo sencillo de una vida coherente con el Evangelio, y en la explicación, atractiva a la medida de cada uno, de esa doctrina de Jesucristo.

Santa María, nuestra Madre, es la Reina de los Apóstoles. Su intercesión poderosa nos hará fieles imitadores de Santiago y de los primeros discípulos, que aprendieron a ser apóstoles, como Ella, de labios de su Hijo.