XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 11, 1-13: Dios nuestro Padre

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:  Lc 11, 1-13

 Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les respondió:
Cuando oréis, decid:
Padre, santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino;
sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestros pecados,
puesto que también nosotros perdonamos
a todo el que nos debe;
y no nos pongas en tentación.
Y les dijo:
—¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a media noche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.
»Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
»¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?


Lc 11, 1-13: Dios nuestro Padre

¡Padre! He aquí la gran palabra que nos ha dicho Dios de Sí mismo. Cuando, cada vez con más insistencia, los hombres se preguntan por el origen de todo; por el absoluto, por la razón última de cuanto existe; por algo o alguien que justifique tanto cuanto no podemos entender; los cristianos queremos recordarnos y proclamar al mundo entero, que ese inmenso poder y esa inalcanzable sabiduría, cuya necesidad intuimos más fácilmente que demostramos, es un Padre: un Padre en todo momento amoroso, dispuesto a comprender, a perdonar, a prestar su ayuda infalible en cada instante, aunque todos los padres de este mundo perdieran su sentido y sensibilidad paterna.

Es grande la insistencia del Hijo de Dios –encarnado para nuestra salvación– en recordar la divina paternidad que asiste al hombre. De continuo habla Jesús de mi Padre, de igual naturaleza y dignidad que Él; y de vuestro Padre celestial, cuando se dirige al resto de los hombres. El paso adelante que supone el Nuevo Testamento respecto del Antiguo, es sobre todo la filiación divina –ahora somos ya hijos de Dios, dirá san Juan– que nos ha ganado y revelado Jesucristo. El mismo Dios, que se mostraba imponente ante el pueblo elegido durante generaciones y generaciones, salvándolos, por ejemplo, de modo espectacular de la esclavitud de Egipto; ese mismo Dios, sin mengua en su soberanía, ha manifestado ser Padre de cada hombre.

Cuando Jesús habla de un padre –se deduce claramente de los ejemplos bien expresivos que enumera a continuación del Padrenuestro– se refiere a quien, ante todo, procura lo bueno, lo mejor para su hijo; y Dios es un Padre ideal, acaba por concluir. Es un Padre, necesariamente favorecedor, que enriquece al hijo en toda necesidad: si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Por una parte –asegura el Señor–, Dios es mejor que los hombres: si un padre de la tierra se cuida de su hijo, ¡qué no hará nuestro Padre Dios!; por otra, su bondad y generosidad no tienen medida y entrega el Espíritu Santo, que es Dios y nada hay mejor que El, a quienes se lo piden. Así sucede también con los buenos padres de la tierra, que desean para sus hijos lo que está por encima de las ilusiones de estos, a veces pequeñas. Querrían hacer por ellos mucho más de lo que piden, entregarles mejores tesoros que los que tal vez reclaman con insistencia.

Pongamos nuestro corazón en Dios desinteresadamente, sin reclamar, casi de continuo, favores, soluciones a problemas: ¡Señor, esto, aquello, me preocupa con urgencia tal asunto...! Ya nos damos cuenta de que no debemos convertir a Dios en un establecimiento universal y gratuito de remedios. Sin embargo, somos niños, y no importa demasiado que actuemos con nuestro Dios de ese modo espontáneo e infantil:

¿Que en el hacimiento de gracias después de la Comunión lo primero que acude a tus labios, sin poderlo remediar, es la petición...: Jesús, dame esto: Jesús, esa alma: Jesús, aquella empresa?
No te preocupes ni te violentes: ¿no ves cómo, siendo el padre bueno y el hijo niño sencillo y audaz, el pequeñín mete las manos en el bolsillo de su padre, en busca de golosinas, antes de darle el beso de bienvenida? —Entonces... Así se expresaba san Josemaría.

Luego recapacitamos, reconociendo que es Él quién debe recibir todo de nosotros, mientras esperamos confiadamente su protección y su cariño. Le damos gracias porque nos ha constituido –por encima de los otros seres que contemplamos– en personas, a su imagen y semejanza, con un destino eterno en la intimidad de su Amor. Posiblemente, iluminados por su Gracia, querremos recrearnos agradecidos en la contemplación de esta dádiva divina, como quien paladea el más exquisito y gratuito manjar. Sentiremos, entonces, el deseo imperioso de corresponder a su Amor, de no defraudar el divino cariño que, como Buen Padre, depositó en nuestras personas.

En su bondad y misericordia, Dios ha querido que también tengamos una Madre en el Cielo. Así como en ocasiones nos puede resultar más fácil el trato con nuestra madre de la tierra, es posible que algo semejante nos suceda en el orden sobrenatural. De ese modo ha querido que sean las cosas nuestro Padre Dios. En todo caso, nadie como María nos enseñará a tratar filialmente a Dios, de quien Ella es Madre, Hija y Esposa.