XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Marcelino Izquierdo OCD

 

 

Eclesiástico 35, 15b- 17.20-22a
Salmo 33
II Timoteo
San Lucas 18, 9- 14
 

 

Dos hombres subieron al templo. Uno era fariseo; el otro publicano. Lc. 18, 9-14.

En alguna ocasión he afirmado, lo mismo, arriesgándome un tanto, que la primera verdad que vino a enseñarnos Jesús, era ésta: “Que Dios es nuestro Padre”.

Si creyéramos de todo corazón esta verdad, todo lo demás lo veríamos claro y diáfano. Dios es mi Padre. Porque es mi Padre me ama. Y porque me ama, envía a su hijo al mundo. Y su hijo, porque nos ama, muere por nosotros, se queda en la Eucaristía, y mediante el sacramento de la Reconciliación, perdona todos y cada uno de nuestros pecados.
El evangelio de hoy no pone una parábola, más que una parábola, ésta es una historia. Una historia ejemplar.

Nos presenta en escena dos hombres: uno tiene a Dios por padre. Por ello, confiadamente le pide cosas. El otro, observante y cumplidor de la ley, no le pide nada. Cree tenerlo todo. En consecuencia, no necesita de Dios. El otro es un publicano: malvisto por todo el pueblo: un proscrito..

Los dos han subido al templo, en principio, con el mismo fin: orar. Sin embargo, el final es abismalmente diferente: uno, reconociéndose pecador, descendió a casa “justificado”. El otro, teniéndose por “justo”, descendió…sin “justificación”.

El fariseo no pide nada a Dios. Lo tiene todo. Cumple al pie de la letra, la ley. Más aún, va mas allá de la misma. Y pasa a informar a Dios de su conducta intachable, por si no está informado.

En pie, con la cabeza levantada, ora de esta manera: “Estoy obligado a guardar el ayuno una vez al año en el día de la Expiación; pero ayuno dos días a la semana, reparando así los pecados de tantos inobservantes. Debo pagar los diezmos, destinados a los gastos del Templo, a los pobres y al mantenimiento de las “esuelas” rabínicas, solamente del trigo, el mosto y el aceite. Pero él, se impone voluntariamente la tasa del diez por ciento de todas las ganancias, sin excepción.

Sabe en efecto, que los campesinos y comerciantes con frecuencia, escamotean esta obligación. Y él no quiere hacerse cómplice, de ninguna manera, de una violación de la ley.

Tenemos a un hombre lleno de sí mismo. Lo tiene todo. No necesita de Dios. No le tiene por Padre.

Alguien ha podido escribir: “La oración del fariseo en el fondo es una oración atea. El hombre que se esconde detrás de esta oración no espera nada de Dios, no tiene en consecuencia, nada que pedirle, y lo hace de un modo descarado, hiriendo lo más delicado de la fibra divina, como es el amor: “No soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como este publicano”.

Por el contrario, en la penumbra del templo, un recaudador de impuestos, relegado y odiado por “la gente de bien”, no se atreve a levantar los ojos al cielo, ni las manos, (vacías de buenas obras y llenas de engaños y trampas); sólo las usa para golpearse el pecho y decir una y otra vez: “¡Oh, Dios! Ten compasión de este pobre pecador”.

El juicio de Dios es claro y define las posturas: “Os digo que éste –el publicano- bajó a su casa justificado, y aquel-el fariseo-, no”.

Ciertamente, no creo nos cojan de sorpresa las palabras de Jesús. En verdad, Dios no condena las buenas obras del fariseo. Faltaría más. Ni por supuesto, aprueba las “bellaquerías “ del publicano.

Simplemente, la conducta superficial de uno se traduce en una postura equivoca y negativa ante Dios. Mientras que la conducta sincera del recaudador de contribuciones, atrae la mirada propicia del Señor.

El fariseo se equivocó, no porque se haya comportado honestamente, sino porque se pone delante de Dios como calculador puntilloso de los propios méritos. Se engaña, pensando poseer el metro que determina los méritos respecto de Dios.

En el fondo ha olvidado que Dios es Padre, y que frente a él, sólo rige la “gratuidad” y el “amor”. Por otra parte, juzga y condena a los demás: cosa que sólo “compete” a Dios.

El publicano, por el contrario, porque, en principio, se mira a sí mismo, se ve sin nada, no desprecia a nadie, sin atreverse a levantar los ojos al cielo, en el fondo de su ser, ve a Dios como Padre, y con el corazón en las manos, se dirige a él, y lleno de confianza, insistentemente le dice: “Señor, compadécete de mí”.

Termino. El Evangelio en esta sencilla y profunda parábola, nos invita a descubrirnos, desenmascararnos y desnudarnos, para encontrarnos con nuestra verdadera y real imagen. Pues, allí está Dios.