IV Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Jesús vio. al pasar, a un ciego de nacimiento. Luego le puso lodo en sus ojos y le dijo: Ve a lavarte a la piscina de Siloé. San Juan . cap. 9.

Autor: Padre Marcelino Izquierdo OCD

 

 

Jesús vio. al pasar, a un ciego de nacimiento. Luego le puso lodo en sus ojos y le dijo:   Ve a lavarte a la piscina de Siloé.  San Juan . cap. 9.

 

                                                                                                                                     

En cierta ocasión Jesús nos dijo: “Yo soy el camino la verdad y la vida”.  Quien pierda el camino andará extraviado, dará vueltas y vueltas, pero no llegará a su destino. Para encontrar el camino, necesitamos de alguien que nos lo enseñe. Necesitamos de una luz. Y Cristo nos había ya dicho en otra parte: “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas” . ¡Qué mal se camina sin luz! La luz que ilumina nuestra vida, es la fe. Muchos ven y no tienen fe. A la postre, son ciegos, Otros, por el contrario, no ven y tienen fe. Estos van , caminan seguros por la vida.

 

Jesús acaba de encontrarse con un ciego nacimiento. “¿ Quién pecó, éste o sus padres , para que naciera ciego?, preguntan los apóstoles quienes, siguen la mentalidad hebrea, unían enfermedad y culpa.

 

Esta creencia sigue pesando como una losa sobre la Humanidad entera. De la cual, lo mismo, no estamos libres, ni tú, ni yo. Siempre que nos ocurre una desgracia, inevitablemente, nos asalta este pensamiento, ¿qué habré hecho yo para que ahora el Señor me mande este trabajo, esta desgracia, esta enfermedad? La respuesta la tenemos bien clara en Jesús: “Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se enfiesten en él las obras de Dios.

 

Jesús, sin el ciego pedírselo, unta con  fango, mezclado con un poco de tierra,  los ojos del ciego, y le manda a lavarse en la piscina de Siloé. Él fue, se lavó y recobró la vista.

 

El ciego ha tenido la suerte de encontrarse con Cristo. Pero, ante todo y sobre todo, ha obedecido a Cristo.

 

Los fariseos, ¡que mezquindad!, llevan a mal la curación del ciego,  y le reprochan que le ha curado en sábado. A la postre, esto les tiene sin cuidado. Lo que les duele, es que este hecho portentoso, va a dar fama a Jesús, y solapadamente, ponen como pantalla, que ha curado en sábado.

 

Los fariseos inquietos preguntan al que había sido ciego: “Y tú, ¿qué dices  del que te ha abierto los ojos? El contestó: “Que es un profeta”.

 

Entonces los fariseos no cesan en su empeño de condenar a Jesús y demandan a los padres del ciego. Los cuales temiendo la expulsión de la sinagoga, se limitan a decir: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo vea ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo  a  él, que es mayor de edad”.

 

Los fariseos no quieren ver la verdad, y hurgan a ver si encuentran algo contra Jesús. Y llaman de nuevo al ciego y le hacen las mismas preguntas. Y después de haber contado por enésima vez, el ciego provoca a los fariseos con una puya irónica: “¿Para qué queréis oírlo otra vez? ¿También vosotros queréis haceros discípulos suyos? Y añadió: “Nada más os digo que si este no viniera de Dios, no tendría poder alguno, y no me hubiera podido curar”.. Los fariseos le replican airados: “Empecatado naciste de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?

 

Y lo expulsaron de la sinagoga. No seamos fariseos y no expulsemos a nadie de nuestro corazón.

 

Oyó Jesús que lo habían expulsado, y se hizo el encontradizo con él. Esta vez el interrogatorio es distinto. Jesús le pregunta. “¿Crees tú en el Hijo del Hombre?”. ¿Y quién  es, le dice el ciego, para que crea en él? Lo estás viendo, el que está hablando contigo, ese es. “Creo, Señor”. Y se postró ante él.

 

No sé si habréis reparado en una cosa. No sé si decir providencial o curiosa. El domingo pasado la Samaritana, en un momento del diálogo dice a Jesús: “Señor, sé que el Mesías está para llegar”. Y entones le dice Jesús: “El Mesías soy yo, el que habla contigo”. Y al igual que el ciego de nacimiento, vino a decir:  “Creo, Señor”. Y se postró ante él.

 

Nosotros debiéramos hacernos esta pregunta: ¿no estamos, asimismo, algo ciegos? Lo sabemos todos: en muchas ocasiones no acabamos de ver, que es mejor el  dolor que  el gozo, la pobreza que la abundancia.

 

 Sin embargo, todos, qué duda cabe, queremos ver. Y para ver, hemos de hacer lo que  hizo el ciego: acercarnos a la luz, acercarnos a Cristo y pedirle con humildad: “Señor, que vea”.

 

Este acercarse a Jesús, implica, antes que nada, escucharle. Y en segundo lugar, poner en práctica, lo que él nos diga. Nos lo ha indicado, bien a las claras, con estás palabras: “No todo el que dice, Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre”.

 

Acerquémonos con confianza al Señor, y dígámosle: “Dame, Señor, luz para conocer el camino, y fuerza para recorrerlo”. Si nos acercamos a él con confianza, seguro, nos dará luz para conocer el camino, y fuerza para recorrerlo.