II Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Marcos 9, 2-10: La Transfiguración, fruto de la fidelidad

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

 "Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»; -pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados-. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle.» Y, de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de «resucitar de entre los muertos.»" (Mc 9,2-10)

El domingo pasado, contemplábamos a Jesús como vencedor de la tentación en el desierto; es decir, como fiel a la vocación recibida del Padre. En este segundo domingo, el evangelio de la Transfiguración eleva el corazón de los creyentes a la gloria que el Hijo ha conseguido por su fidelidad hasta la muerte en cruz, Es como contemplar con gozo la transfiguración que se cumplirá en todo bautizado, que, como su Señor, permanezca fiel a la propia vocación bautismal, crismal y eucarística. 

El pasaje de la Transfiguración presenta un profundo nexo con la pasión. En el evangelio de Marcos, Jesús ha declarado solemnemente que "el Hijo del Hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los unos sacerdotes y los escribas, morir y, al tercer día, resucitar" (Marcos 8, 31). 

Jesús, hoy, experimenta en su humanidad el fulgor de la gloria divina, que lo investirá totalmente en el misterio de la Pascua. Es tanto como decir que Jesús recibe la confirmación del Padre: la fidelidad obediente hasta la muerte en cruz, lleva a la Resurrección. En otras palabras, la muerte no es el final de la vida para Jesús. A través de la muerte, llega a la resurrección, y, así, su humanidad glorificada se convierte en el lugar privilegiado de la presencia del Dios viviente. Desde aquí, entendemos perfectamente la palabra del Padre, dirigida a todos los discípulos: "Este es mi Hijo amado, escuchadlo". 

La Cuaresma se encamina a reforzar nuestra convicción de fe de que la vida del hombre, a la luz de la muerte y resurrección de Jesucristo, tiene pleno sentido y un valor que va más allá del sinsentido que parece invadir nuestra existencia. Fiado en la promesa realizada hecha en Jesús, el cristiano cree que, aunque parezca lo contrario, el bien ha de triunfar sobre el mal, la vida sobre la muerte, el gozo sobre el dolor, el sentido sobre el absurdo.

Ciertamente supone mucha audacia -y mucha "gracia"- atenerse a creer que esto, en medio de un ambiente que parece tener bloqueados todos los caminos hacia la luz y la felicidad, en una vida que siempre termina en la muerte. La Cuaresma nos lleva a saber que Dios dará sentido a todo, más allá del real y doloroso sinsentido que continuamente experimentamos. Sufrimos la cruz, pero creemos en la resurrección. Es la tensión entre lo que vivimos y la Pascua. Una tensión que se hace también compromiso. Porque la Cuaresma nos ayuda a reconocer, colectiva e individualmente, que nuestro pecado es el que hace de este mundo un lugar de sinsentido, de dolor y de miseria para muchísimas personas. Pero, a la vez, en Cuaresma, aprendemos a esperar el triunfo, de la mano de nuestro Dios, sobre el pecado y la muerte. Uno se sabe limitado, imperfecto, pecador, y, sin embargo, se mantiene en actitud de permanente conversión, lucha, superación... confiado, no en la seguridad del éxito del propio esfuerzo, sino en la bondad de Aquel que nos amó y que nos ha confirmado en Jesús su amor indefectible. 

No somos ilusos fiados de nosotros mismos. Pero tampoco desesperados aplastados por el mal: sabemos que, "si morimos con Él, seremos glorificados con Él". 

                Miguel Esparza Fernández