III Domingo de Pascua, Ciclo B.

San Lucas 24,35-48: La urgencia del testimonio

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

 "Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.» Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?» Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. Después les dijo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí."» Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas". (Lc 24,35-48)

En el evangelio de Lucas, como lo hace también Juan, se ve la preocupación por presentar el misterio de la Pascua en los aspectos que permanecen siempre operantes en la Iglesia.

En primer lugar, el Resucitado manifiesta a los discípulos que su pasión, muerte y resurrección pertenecen al designio salvífico de Dios. En efecto, la afirmación "todo lo escrito acerca de mí, tenía que cumplirse", no denota una fatalidad o una necesidad que sobreviene al hombre de modo irracional o ineludible, sino que indica, más bien, el plan salvador de Dios como había sido revelado a su pueblo mediante las Escrituras.

Para Lucas, la "paz" que Jesús da y el Espíritu Santo, prometido y ahora comunicado, producen, como primer fruto en los creyentes, la capacidad de comprender las Escrituras. En Jesús, toda la Escritura se presenta a los ojos de los discípulos como anuncio profético y prefiguración de la obra de Cristo, sobre todo, de su pasión-muerte-resurrección.

Este designio de amor, ahora revelado, debe llegar "a todos los pueblos". En realidad, al igual que la Pascua de Jesús pertenece al plan de Dios, así pertenecen también a él la predicación de la salvación pascual, y, por consiguiente, el anuncio de la conversión y del perdón de los pecados. De esta manera, resulta evidente que el anuncio de la Palabra no se agota en un ámbito meramente intelectual, sino que penetra lo más íntimo del hombre, le coge el corazón, lo empuja a cambiar su vida y lo introduce en la comunidad de la nueva alianza, caracterizada por la experiencia evangélica del perdón de los pecados y de la vida nueva.

En esta comunidad, el Resucitado se hace presente de modo especial en la Santa y Divina Liturgia. Y, con su Espíritu, enseña a sus discípulos a "escrutar" toda la Escritura. Con esta comprensión vital y espiritual de la Escritura, la comunidad cristiana experimenta la presencia de su Esposo, que se revela en la luz de la palabra; la comunidad también acoge la misión de testimoniar la resurrección de su Señor: "vosotros sois testigos de esto". ¿De qué? De la muerte-resurrección del Señor, que han comprendido desde los anuncios del Antiguo Testamento, y de la conversión, a la que deben invitar. Y esto, desde Jerusalén hasta los confines del mundo, confiados en que la fuerza del Espíritu los acompañará y hará posible su tarea.

El signo máximo de la presencia pascual del Esposo es el banquete eucarístico, mediante el cual la iglesia peregrina participa, ya hoy, en el tiempo, del banquete futuro de la gloria. En la eucaristía, de hecho, los discípulos son ya comensales del banquete nupcial del Cordero (que come "delante de ellos") si sus ojos se abren a la plenitud de la luz. Es la luz hacia la que orienta la Escritura y que no se puede comprender sin ella, pero que sólo resplandece con todo el fulgor de la revelación, en la comunión vivificante con el Resucitado.

Parecería la Resurrección de Cristo simplemente un final lógico de triunfo. Pero, en realidad, desde los primeros momentos, se nos revela como una luz por la que se "comprende" que, en Cristo, se cumple todo lo anunciado. Aparece también como un compromiso de proclamación para todos los hombres. Empeño difícil, lleno de luces y sombras, pero posible, gracias a la acción del Espíritu.

Hoy, ante este Evangelio, en la celebración de la eucaristía, tenemos que preguntarnos si experimentamos la urgencia del testimonio.