V Domingo de Pascua, Ciclo B

San Juan 15,1-8: Permanecer en el Señor

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

 «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos." (Jn 15,1-8)

La imagen de la viña o e la vid es una de las más sugestivas de toda la Biblia. Aparece a lo largo de toda ella, lo mismo en el Antiguo que en el Nuevo Testamento. Por citar sólo un ejemplo, nos fijamos en Isaías. Para él, la viña es la imagen del pueblo. Un pueblo al que el Señor invita a compartir con Él un amor esponsal. Un amor que alumbrará frutos de justicia y fraternidad. La imagen de la viña sirve igualmente para expresar la infidelidad del pueblo a este amor, y las dramáticas consecuencias para el mismo pueblo y para la humanidad toda.

En este contexto, el evangelio de hoy nos pone nuevamente en presencia de una palabra de revelación referida a Jesús: "Yo soy la verdadera vid". En Él, se ha realizado, de manera suma y definitiva, la comunión a la que Dios ha llamado siempre a los hombres. En Él, obediente hasta la muerte, se han manifestado, en toda su amplitud, las exigencias de la alianza, los "frutos" de la viña "esperados" por el Señor: el amor a los hermanos hasta la entrega de sí mismo. En Jesús, verdadera vid, el hombre es alcanzado por el don de la nueva alianza, como se subraya en las fórmulas de reciprocidad: "Permaneced en mí y yo en vosotros", "el que permanece en mí y yo en él..." Son fórmulas de alianza, con las que se expresa el deseo y el compromiso de vivir en comunión familiar, directa y salvífica con el Dios del éxodo. Ahora bien, esta comunión con el Padre se realiza en Jesús, "vid verdadera" que permanece en sus discípulos y hace posible que ellos permanezcan en Él.

En Cristo, pues, los discípulos forman la "viña deliciosa" de la nueva alianza: la Iglesia-esposa, que se une a Cristo, verdadera vid del Padre.

Este hecho de gracia interpela a todos los discípulos de Jesús para que vivan, en el espacio y en el tiempo, el amor fraterno, que constituye la señal característica de la comunidad de Cristo. Y que representa, por eso mismo, el verdadero fruto de la salvación evangélica.

Quien no produce frutos de amor y de justicia, rompe el vínculo de la comunión salvífica con la verdadera vid, y se coloca a sí mismo en condiciones de ser "tirado fuera", "echado al fuego". La necesidad de los frutos, tan fuertemente subrayada en la imagen de la vid, aparece especialmente en las palabras de Jesús: "Al que da fruto lo poda el Padre para que dé más fruto". Con lo que se ve claramente que los "frutos" son, en definitiva, obra de Dios, que "da" continuamente a su Hijo para que los discípulos, con el corazón libre de egoísmo, recorran el camino que la gracia de Cristo hace posible: el camino del amor.

Es lo que se nos dice en la primera lectura de este domingo (1 Jn 3,18-24). El amor a los hermanos es la señal, gracias a la que podamos conocer que "somos de la verdad"; es decir, sólo por el amor podemos estar seguros de haber recibido la revelación del Padre, cumplida en Jesús, y de haber acogido su amor mediante la fe, y de que le somos fieles. Amar a los hermanos con las "obras" constituye, pues, la luz en la que es posible verificar la autenticidad de nuestra fe en Cristo.

O, lo que es lo mismo, la fe empuja al creyente a encarnar en la propia existencia el mismo amor con que él ha sido amado por Dios en Cristo Jesús. Quien vive esta dimensión de caridad, demuestra que está en la resurrección, es decir, en plena comunión de vida y amor con el Dios salvador.