Solemnidad: Domingo de Pentecostes
San Juan 20, 19-23:
Vivificados por el Espíritu

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

 "Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»" (Jn 20,19-23)

Con la Solemnidad de Pentecostés, llegamos al término de los cincuenta días en que la Iglesia celebra la Resurrección del Señor, la gloria de su Esposo, el inefable poder de su amor, que se irradia con suave fuerza y dulce consolación, mediante el don del Espíritu Santo. Este don, en el que Dios viene siempre para salvar al hombre, y por el que el hombre queda capacitado para realizar las obras de su Señor, constituye el cumplimiento de las promesas divinas contenidas en la Escritura, y marca la celebración litúrgica de esta parte del tiempo pascual.

El Evangelio de hoy narra, sobre todo, la aparición del Resucitado a los discípulos, que vivían una situación de incertidumbre y de temor. Haciéndose presente en medio de ellos, en la gloria de la pascua, les comunica su paz. Los discípulos superan el escándalo de la cruz y se abren a la fe en Jesús, Mesías y Señor. "Se alegraron al ver al Señor".

La aparición del Resucitado alcanza su culmen en la misión de los discípulos. Efectivamente, toda misión nace de la Pascua del Señor, que se hace presente en medio de los suyos para hacerlos partícipes de su salvación y de su misión: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo". La misión de Jesús es, pues, el fundamento y el modelo de la misión de los discípulos.

Y Jesús ha estado acompañado siempre por la fuerza del Espíritu Santo: en su Nacimiento, en su Bautismo, en su Transfiguración, durante el período de su ministerio, en su Pasión-Muerte-Resurrección. Pues también la misión de los discípulos debe estar caracterizada por el don del Espíritu Santo. Por eso, Jesús comunica el Espíritu ("Recibid el Espíritu Santo"), "alentando" sobre ellos, es decir, creando, a partir de ellos, una humanidad nueva, caracterizada por el perdón de los pecados.

Amplía y concreta este contexto el trozo tomado de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) como primera lectura para la celebración eucarística de este día. Es una grandiosa descripción de la efusión del Espíritu, que abre a la acción de Dios y a la escucha de su Palabra, que transforma la condición de los humanos, que congrega en unidad comunitaria, que lanza a la misión.

Pentecostés, día del Espíritu Santo, día del comienzo de la misión de los discípulos, es, por lo mismo, el día del comienzo de la Iglesia. La solemne enumeración de los pueblos que escuchan la predicación apostólica que anuncia las grandes obras de Dios, expresa las primicias de la Iglesia. Ella está llamada a ser testimonio de Jesús "hasta los confines del orbe". El hecho de que estos pueblos, que forman una multitud embrionalmente universal, escuchen anunciar en sus propias lenguas los prodigios de Dios, constituye la señal de que ha terminado el tiempo de la humanidad cerrada en la angustia de la propia incomunicabilidad, ha terminado el tiempo de la confusión de lenguas. Y ha comenzado el tiempo de la unidad de la Iglesia: unidad en la confesión de las grandes obras de Dios, y unidad de todos los pueblos en la identidad y mutua comunicación de sus culturas.

La Iglesia no es, pues, más que la realización en el tiempo del misterio de Pentecostés. Porque, donde está la Iglesia, allí está el Espíritu, y a la inversa. Es lo que dice el Vaticano II: "... como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de modo semejante, la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo" (LG 8).