Fiesta: Exaltación de la Santa Cruz
S
an Juan 3, 13-17: La vida como servicio

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

"En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo el Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él." (Jn 3,13-17)

Para San Juan, Jesús es "elevado" en la cruz. Y, con esto, vemos el valor salvífico de la misma y la identidad del mismo Jesús. Este "sube" ahora al cielo, de donde bajó. Con lo que se subraya su origen divino. Y, de esta manera, nos encara ante la disyuntiva de aceptar o rechazar al mismo Dios en Jesús crucificado.

Por eso, Juan abunda en su explicación haciéndonos ver que, efectivamente, la Cruz de Jesús, el Hijo de Dios, es la demostración mayor del amor de Dios al mundo. Lo ha entregado por nosotros y por nuestra salvación.

¡Qué lejos está esta manera de entender las cosas de nuestro modo habitual de explicarlas y de vivirlas! El nuestro es un mundo que rechaza todo lo que sea sufrimiento y dolor, que rechaza todo lo que sea fracaso humano... que busca, por consiguiente, y, a veces, a cualquier precio el éxito, el triunfo, lo fácil, el situarse, el sobresalir... Es una concepción de la vida, en que el centro está ocupado por el propio sujeto: todo gira en torno a él, y todo se considera éxito o fracaso según encaje con sus objetivos y pretensiones. Es la concepción de la vida no entendida como "recibida", sino como "propia". Por eso, sus fines no los formula Otro, sino el propio sujeto. En este planteamiento, lo primero que sobra es la palabra cruz. Esta critica y crucifica todos los planes del sujeto, y conduce a la frustración y al fracaso.

Para el cristiano, la plenitud de la vida está en la identificación con Cristo. Por tanto, el cristiano se deja guiar por otra persona, que tiene las riendas de su propia vida. Y, desde ahí, se deja exigir por todas las personas, pues descubre que, en el servicio y la entrega, consiste la verdadera felicidad.

Son dos concepciones encontradas: la del egoísmo que no sale de sí mismo, y la de la entrega desinteresada. La del que quiere disponer de su propia vida. Y la del que deja que Dios disponga de ella. Quien la entiende de este segundo modo, descubre que la cruz existe, pero no como mera negación, sino como aceptación de un plan salvador, que culminará con la plenitud verdadera de la vida.

Se nos invita a hacer de nuestra vida (cada uno según las propias posibilidades y circunstancias) una entrega de servicio desinteresado por el bien del prójimo. Así, la viviremos con gran intensidad y nos sabremos instrumento privilegiado del amor de Dios.