XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 2-16: Del yo a nosotros

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

"En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer? Él les respondió... Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre..." (Mc 10,2-16)

Sin duda, este es uno de los textos evangélicos más rechazados en nuestros días. ¿Quién acepta hoy, entre nosotros, el ideal que Jesús nos propone? Pocos, ¿verdad? Eso de unirse para toda la vida... Nos preguntamos, incluso, si tiene lógica ese planteamiento. Porque, cuando el amor se acaba...

Me parece que, si encontramos tan razonable la manera de pensar de nuestros contemporáneos, es porque nos fijamos en el desenlace y no en el principio. Es decir, hacemos como normal (y casi aseguramos que es lo que va a suceder) el fracaso de la unión entre el hombre y la mujer. Y no nos hacemos un correcto planteamiento de inicio, según el cual, siendo posible el fracaso, es igualmente posible y hasta deseable el "éxito": la permanencia en el amor a lo largo del tiempo.

Según lo explicamos nosotros, cuando un hombre y una mujer deciden unir sus vidas y compartirlas en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas... todos los días de su vida, ya no son dos sino uno solo. "Ya no son dos sino una sola carne". Es decir, ya no son vidas paralelas: surge un algo común, un nosotros. Este hace que cada uno de los miembros de la pareja deje realmente de ser él para empezar a ser con el otro. Y, desde ahí, lo suyo propio cuenta como aportación y no como diferencia, cuenta en tanto ayuda y complementa al otro, y no en cuanto que separa y distancia del otro. No se trata de luchar por mantenerse inalterado e inalterable frente al otro. Se trata de enriquecerse mutuamente, aunque esto suponga cambio en cada uno de ellos.

Esto habrá que pelearlo cada mañana, habrá que intentarlo rectificando lo que haga falta, habrá que soñarlo con paciencia, habrá que apuntalarlo con el diálogo, habrá que enmarcarlo en el respeto, habrá que acompañarlo de la comprensión, habrá que sanearlo con el perdón... Pero sabiendo que no se ha llegado al fracaso en la primera dificultad. Sabiendo que es posible rehacer lo que, en un momento determinado, se ha torcido. Sabiendo que "ceder", muchas veces es origen de renovación.

¡Cuántas veces -hoy, puede que la mayoría- se piensa que lo que cada uno tiene que hacer en la pareja es que el otro no te "disminuya"! Y confundimos servicio y escucha y comprensión y aceptación ... con dejación de lo que llamamos nuestros derechos! Si entendiéramos bien lo de "nuestros", nos daríamos cuenta de que no son los derechos propios de cada uno por separado, sino de los dos unidos. El amor no es lucha frente al otro, sino con el otro. El amor no es defensa frente al otro, sino entrega y aceptación. El amor no es algo que cada uno tiene que asegurarse por su cuenta, sino esfuerzo y tarea común. El amor no es algo que se consigue de una vez para siempre, sino proyecto que se construye en común y poco a poco. El amor no es algo que tiene fecha de caducidad prefijada, sino que encierra posibilidades reales de permanencia indefinida. El amor no es algo que se agota con la pasión, sino que mejora con la serenidad de la entrega mantenida.

A mí me parece que descubrir al otro y valorarlo hasta el punto de hacerlo lo más importante en la propia vida y entregarse por completo a él, es la señal mayor de madurez que puede darse en una persona. Algo así quiere decir la frase: "Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne". El que no es capaz de entregarse del todo al otro, y mantiene sin cortar el cordón umbilical, el que no es capaz de considerar al otro más importante que él mismo, no está maduro para unirse a su pareja con garantías de permanencia.