XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 46-52:
La luz de la fe

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

"“Al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: Hijo de David, ten compasión de mí... Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo... y le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego contestó: Maestro, que pueda ver. Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha curado. Y, al momento, recobró la vista y lo seguía por el camino.” (Mc 10,46-52)

Todos los milagros de Jesús tienen la naturaleza de signos. A través de ellos, Jesús ha querido revelarnos la intimidad más profunda del mismo Dios, así como la naturaleza del Reino y su propia identidad. Sin embargo, hay algunos milagros que, de alguna manera, tienen una densidad reveladora mucho mayor que la que aportan otros. El que hoy nos ofrece el pasaje evangélico es uno de esos milagros-signos cargado de todo el significado que puede encerrar un milagro.

Un ciego es el signo más representativo del ser humano: desamparado, apartado de la convivencia normal, obligado a mendigar, colocado al borde del camino, dependiente por completo de los demás. ¿No es este el retrato de la humanidad caída, necesitada de la salvación de Dios?

Por eso, la curación de la ceguera había sido anunciada como señal de la llegada de los tiempos mesiánicos.

La situación de ceguera, en contraposición a la de disfrutar de la normal visión, también se convierte en signo: la ceguera representa la incredulidad; la visión, la fe.

Y Jesús, devolviendo la vista al ciego, aparece como el mesías, el salvador esperado. Se acerca al hombre que se encuentra necesitado al borde del camino y lo cura. Es la revelación definitiva de Jesús para los suyos, a punto de llegar a Jerusalén.

A la vez, es la proclamación por parte de Jesús de que la fe es la única y verdadera luz para la vida del ser humano. Todos necesitamos creer para curarnos de nuestra ceguera innata. Llegar a la fe es lo mismo que estrenar ojos nuevos, para ver la vida, el mundo, los hombres y las cosas con su auténtica y verdadera dimensión. ¡Qué diferente es acercarse a los demás con una visión de fe o sin ella! ¡De qué distinto modo se viven los acontecimientos de la vida con una visión de fe o sin ella! Lo sabemos por experiencia propia y ajena. De tener a no tener fe va la misma distancia que la que hay de considerar absurdos y mala suerte a determinados acontecimientos, a considerarlos manifestaciones del amor de Dios a nosotros y signos de su presencia. La misma distancia, entonces, que va de rechazarlos airadamente, a aceptarlos como lo mejor para nosotros.

La fe es la gran sabiduría de Dios. La fe son ojos y criterios tan especiales que nos hacen ver las cosas, la vida, las personas desde una óptica que no es la del hombre terreno, sino la del mismo Dios. Porque la fe nos abre a Dios y nos hace posible ver y amar todo como Dios lo ve y lo ama.

Si hemos comprendido esto, no dejaremos de gritar como Bartimeo: “¡Señor, que yo pueda ver!”
.