XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Ex 17, 8-13; Sal 120; 2Tm 3, 14-4,2; Lc 18, 1-8


Y Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer. "Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!" Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme." Dijo, pues, el Señor: "Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?"

 

Lc 18, 1-8



El presente domingo la liturgia nos presenta un cambio de temática con las palabras que se proclaman, hasta hace dos domingos atrás el tema que se nos presentaba era el de la fe; pero siguiendo en esta misma línea y considerando que el creyente es el hombre de fe porque ha encontrado a Cristo como Señor de su vida, tal como lo presentaba Lucas en el pasaje del samaritano leproso. En el presente domingo, esta fe es expresada en la oración del creyente, aquel que persevera en la oración y en la palabra divina que se le ha transmitido. Tanto el evangelio como la segunda lectura, que están enmarcados en un contexto escatológico, insisten en la oración confiada y en el mantenernos firmes en la enseñanza del Evangelio y en proclamar la Palabra de Cristo.
El evangelio y la primera lectura presentan como tema de fondo la oración.

Y en líneas generales podemos dar dos grandes ideas que emanan de las lecturas de este domingo. La primera de ellas es la necesidad de la insistencia: «…hazme justicia contra mi adversario…». Muchos pasajes de los evangelios sinópticos tratan sobre este requerimiento a Cristo por medio de la oración, incluso San Pablo nos invita concretamente a orar con insistencia. Esta insistencia en la oración significa que la oración debe realizarse con perseverancia, con la constancia y la fidelidad de creer que Dios es fiel a sus promesas. La parábola del Evangelio tiene una finalidad bien concreta señalada por el mismo evangelista: «…Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola…», y si aquella pobre viuda pudo conseguir que el juez inicuo la escuchara por sus insistentes ruegos, con mucha mayor razón Dios escuchará a sus hijos cuando le claman justicia.

En este sentido, es comprensible que a menudo los cristianos sientan en carne propia el peso de la injusticia, de la opresión, de la persecución, y, entonces, surja en su interior cierto resentimiento, sed de justicia o en algunos casos revanchismo. Ante esta situación la parábola expresa claramente que sólo el juez puede hacer justicia y que nadie puede arrogarse ese derecho por cuenta propia. Pero eso no significa que el creyente se quede con los brazos cruzados, el evangelio de hoy insiste en la necesidad de orar insistentemente en una actitud confiada y activa. Cuantos cristianos se desaniman casi inmediatamente cuando al recurrir a Dios en la oración, y pedirle que les conceda algún bien, al no verse beneficiados inmediatamente abandonan la oración. Tantas veces este abandonar la oración se traduce en un no creer en el Dios de Jesucristo. Dice al respecto San Juan Crisóstomo: «…El que te redimió, y el que quiso crearte fue quién lo dijo. No quiere que cesen tus oraciones; quiere que medites los beneficios cuando pides. Nunca niega sus beneficios a quien los pide, y por su piedad excita a los que oran a que no se cansen de orar. Considera cuanta es la gracia que se te concede de tratar con Dios por la oración y pedir todo lo que deseas, aunque el Señor calla en cuanto a la palabra, responde con los beneficios. No desdeña lo que le pidas, no se hastía sino cuando callas…».

Esto significaría que el hombre que ha dejado de orar, cae fácilmente en manos del enemigo de Dios y en las sutilezas que el demonio nos presenta, sobre todo interpelándonos nuestra vida como una manifestación del no amor de Dios para con nosotros; llevando al hombre, de esta manera, a prácticas de creencias mágicas, y de tantos otros sucedáneos que el mundo moderno propone para dejar de lado todo aquello que pueda ser sufrimiento, es decir dejar de experimentar el amor de Dios a través del misterio de la cruz que a cada cristiano se nos concede.
Una segunda idea importante, que se nos presenta, es la oración insistente que lleva al abandono confiado y total en la paternidad de Dios. La oración, por lo tanto, no es dirigida a un Dios impersonal, lejano de nuestra vida. Por el contrario, la oración es la vivencia concreta en la vida del creyente de participar de la vida y de los bienes de este Dios Padre. Podríamos al respecto mencionar las palabras que le dirige el padre al hijo mayor en la parábola del hijo pródigo: «…hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo…». Y en este sentido, tantas veces los cristianos no viven su oración como una unión a Dios Padre que se nos ha revelado en Jesucristo, porque su misma vida cristiana la viven como una pertenencia formal a la Iglesia, como una adhesión doctrinal a Cristo, pero en su interior no se sienten hijos de este Padre Misericordioso. Pero el creyente –el cristiano-, es uno que ha nacido a una nueva vida en Cristo, y por eso a semejanza de Cristo, que siempre oraba a su Padre, expresa su unión filial al Padre a través del coloquio de la oración.

No podemos pensar que la oración es eficaz sólo porque Dios nos da aquello que pedimos, sino que fundamentalmente es eficaz porque nos lleva a una unión íntima con Dios. La frase que el mismo Lucas, en el evangelio de este domingo, a través de Cristo nos dice: «…Dios hace justicia de sus elegidos…», significa que Dios da a cada hijo según lo conveniente. Así cuando se dice que la justicia de Dios es atendida, y se pone como ejemplo en el evangelio a este juez inicuo, está significando que Dios es un Padre Providente que atiende a sus hijos. Se nos invita a que en la oración no dejemos de confiar en el Señor, porque Él nos asistirá en cada momento de nuestra vida. Al respecto dice San Agustín: «…Esta viuda es la imagen de la Iglesia, que aparece como desolada hasta que venga el Señor, que ahora cuida de ella misteriosamente…» (Sermón 115,1).

La espera del Señor -tan sentida en los primeros tiempos del cristianismo- es una postura activa, por eso dice Pablo: «…evangeliza todo lo que quieras, pero con comprensión y pedagogía…». La frase final de la parábola alude directamente al tiempo escatológico de la segunda venida, a que tarde o temprano el Hijo del Hombre vendrá: «…Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?...», al respecto el Siervo de Dios Juan Pablo II dijo: «…La pregunta, con la que Jesús concluye la parábola sobre la necesidad de orar "siempre sin desanimarse" (Lc 18, 1), sacude nuestra alma. Es una pregunta a la que no sigue una respuesta; en efecto, quiere interpelar a cada persona, a cada comunidad eclesial y a cada generación humana. La respuesta debe darla cada uno de nosotros. Cristo quiere recordarnos que la existencia del hombre está orientada al encuentro con Dios; pero, precisamente desde esta perspectiva, se pregunta si a su vuelta encontrará almas dispuestas a esperarlo, para entrar con Él en la casa del Padre. Por eso dice a todos: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora" (Mt 25, 13)…» (Homilía del Santo Padre Juan Pablo II, 21 de octubre de 2001).

El 22 de agosto del presente año, en la Catequesis sobre San Gregorio Nacianceno, el Papa Benedicto XVI ha dicho: «…como personas humanas, "debemos ser solidarios los unos con los otros” e imitar la bondad y el amor de Dios”. Gregorio nos enseña sobre todo la importancia y la necesidad de la oración... en la oración debemos dirigir nuestro corazón a Dios, para presentarnos a Él como ofrenda que debe ser purificada y transformada. En la oración nosotros vemos todo a la luz de Cristo, dejamos caer nuestras máscaras y nos sumergimos en la verdad y en la escucha de Dios, alimentando el fuego del amor…» (Benedicto XVI, Audiencia general, 22 de agosto 2007).


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú