XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Qoh 1,2; 2,21-23; Sal 94; Col 3,1-5. 9-11; Lc 12,13-21

Uno de la gente le dijo: “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Él le respondió: “¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?” Y le dijo: “mirad y guardaos de toda codicia, porque aun en abundancia, la vida no está asegurada por sus bienes”. Le dijo una parábola: “los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí diciendo; ¿qué haré pues no tengo donde reunir mi cosecha? Y dijo: voy a hacer esto: voy a demoler mis graneros y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma, las cosas que preparaste ¿para quién será? Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios.

Lc. 12, 13-21


El domingo anterior San Lucas nos presentó a través del evangelio el sentido de la oración cristiana con el Padre Nuestro. La presente semana el mismo evangelista cambia radicalmente el sentido de su prédica al mostrarnos lo que es el desapego de las riquezas, en lo que Cristo mismo es el mejor modelo y Maestro, porque el camino de los cristianos tiene las mismas características que el de Cristo.

San Lucas habla mucho del desprendimiento de las riquezas, siguiendo la línea de la primera bienaventuranza, de los pobres y de los ricos, del uso de las riquezas y de su peligro: "…ay de los ricos…", la parábola del rico epulón; lo difícil que es que un rico se salve; hoy las lecturas nos iluminan este aspecto de nuestra vida que nos preocupa tanto. También la segunda lectura, el último pasaje de la carta a los Colosenses que leemos, nos puede ayudar a responder a la pregunta que plantean las otras dos lecturas.

La primera lectura puede parecer pesimista: "… vanidad, todo es vanidad…", pero en realidad nos está remitiendo a una actitud de sano escepticismo ante todo lo humano: el trabajo, el afán por obtener cosas, la riqueza material. La riqueza no nos lo da todo en la vida, ni es lo principal, pero la muerte lo relativiza todo entonces es sabio aquel que reconoce los límites de lo humano y ve las cosas en su justo valor, transitorio y relativo. Esta es una visión humanamente realista y más aún comparada con la autosuficiencia del rico que nos describe Cristo en el evangelio. Nos viene bien y es necesario para todo cristiano este toque de escepticismo del Qohelet, para que no nos entusiasmemos ni vivamos corriendo tan ansiosamente detrás de lo que es perecedero.

Cristo en el evangelio enseña con una paciente pedagogía, el retrato que hace del rico insensato no pierde actualidad. Es conciso pero muy vivo, la lección es muy clara: nos invita al desapego del dinero, al cual no tendríamos que concederle valor absoluto ni humana ni cristianamente.

Es importante precisar que Cristo no nos está invitando a despreciar los bienes de la tierra, pero sí a no dejarnos esclavizar por ellos; o a no hacer nada y abandonar el trabajo, pero sí nos invita a no dar valor absoluto o prioritario a lo material, porque hay cosas más importantes; igualmente no condena a los ricos o las riquezas (tenía amigos ricos, e iba a sus casas), lo que sí condena es que se caiga en la idolatría, en la obsesión de las riquezas; porque la riqueza en sí no es mala ni buena: lo que puede ser malo es el uso de ella, y sobre todo la actitud interior ante ella. Lo insensato del rico no es que fuera rico, o que hubiera trabajado en firme por su bienestar y el de su familia, sino que había programado su vida prescindiendo de Dios y olvidando los valores trascendentales.

Los valores trascendentes, de cara a Dios, son los "…bienes de arriba…", que ya son también nuestros mejores valores, lo que nos enriquece delante de Dios, así lo vemos cuando, con un gesto profético, Cristo se niega a resolver el problema de herencia que le proponen, y da una lección respecto al valor relativo del dinero. Cristo contrapone dos tipos de riqueza: la riqueza que se transforma en objetivo final del hombre, alienándolo, y la riqueza del hombre-en-sí-mismo que emplea todo cuanto tiene al servicio de la riqueza del espíritu. Por este motivo se habla de la «codicia» como idolatría o prostitución de la actividad humana.

Comentando este evangelio San Agustín dice: «Como le parecía que era justa su codicia, puesto que reclamaba su parte en la herencia y no deseaba la ajena, como presumiendo de lo justo de su causa, pidió el apoyo del juez justo. Pero ¿qué le respondió? Di ¡oh hombre!, —tú que no percibes las cosas que son de Dios, sino las de los hombres—, ¿quién me ha constituido en divisor de la herencia entre vosotros? (Lc 12,14). Le negó lo que le pedía, pero le dio más de lo que le negó. Le pidió que juzgase sobre la posesión de la herencia, y Jesús le dio un consejo sobre el despojo de la codicia. ¿Por qué reclamas las fincas? ¿Por qué reclamas la tierra? ¿Por qué tu parte en la herencia? Si careces de codicia lo poseerás todo. Ved lo que dijo quien carecía de ella: Como no teniendo nada y poseyéndolo todo (2 Cor 6,10). «Tú, pues, me pides que tu hermano te dé tu parte en la herencia. Yo —respondió— os digo: Guardaos de toda codicia. Tú piensas que te guardas de la codicia del bien ajeno; yo te digo: Guardaos de toda codicia. Tú quieres amar con exceso tus cosas y, por tus bienes, bajar el corazón del cielo; queriendo atesorar en la tierra, pretendes oprimir a tu alma». El alma tiene sus propias riquezas como la carne tiene las suyas.» (San Agustín, Sermón 107 A, 1)

Los cristianos afirmamos que Jesucristo da sentido a nuestra vida o como decía San Pablo: «…Para mí, la vida es Cristo…». Sin embargo, no basta con esta expresión para que las cosas cambien mucho, se necesita la reflexión de cada uno para preguntarse si se refiere al Cristo del Evangelio, por un lado, y para ver qué implica vivir hoy y aquí conforme a Cristo, imagen del Padre y prototipo del hombre nuevo, por otro. Es así que la misión de la Iglesia de Cristo, es la de convocar a los hombres para un cambio de Vida, porque tenemos una Esperanza que trasciende los muros de este mundo y, en consecuencia, la Misión de la Iglesia en el mundo, como en cada sociedad dentro de su tiempo, como la de todo cristiano, es la de ser: “…luz, sal y fermento…”.


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú