XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Ex 32, 7-11.13-14;   Sal 50;   1Tm 1, 12-17;   Lc 15, 1-32 

Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle. Los fariseos y  los escribas murmuraban diciendo: "Este acoge a los pecadores y come con ellos." Entonces les dijo esta parábola:

"¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió, hasta que la encuentra? Cuando la encuentra, se la pone muy contento sobre los hombros y, llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: 'Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido.' Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión."

"O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa hasta que la encuentra? Y cuando  la encuentra, convoca a  las amigas y vecinas y les dice: 'Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido.' Pues os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta."

Dijo: "Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: 'Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.' Y él les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.

"Cuando se lo había gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envío a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pues nadie le daba nada. Y entrando en sí mismo, dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.' Y, levantándose, partió hacia su padre.

"Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: 'Padre, pequé contra el cielo y ante ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo.' Pero el padre dijo a sus siervos: 'Daos prisa; traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado.' Y comenzaron la fiesta.

"Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: 'Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.' Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre y le rogaba. Pero él replicó a su padre: 'Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!'

"Pero él le dijo: 'Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado'."

Lc 15, 1-32 

El evangelio de esta semana viene a manifestarnos que Dios es el Padre de la Misericordia, Padre que conoce la realidad más profunda del hombre, en todas sus debilidades y pecados, y que precisamente por ello no le impone leyes y normas para que se esfuerce en poder alcanzarlo, sino que lo invita, en medio de la realidad concreta de su vida, a poder acogerse a su amor y misericordia.

En la parábola del hijo pródigo Cristo hace presente el problema del hombre: la libertad mal utilizada, la tendencia natural del hombre desde el pecado original, a querer ser dios y señor de su historia; y la invitación permanente y fiel del Padre al retorno, a la conversión. Tenemos que señalar que para convertirnos y poder ser discípulos de Cristo estamos llamados a asumir radicalmente la vida que Él nos ha revelado, viviendo apoyados y confiados en el amor de Dios, y en su voluntad sobre nuestra vida,  porque Él es el único capaz de regenerar y transformar nuestro ser, como dice San Pablo en la Carta a los Romanos “...a imagen de su Hijo Jesucristo...”.

Las palabras «…Me levantaré e iré a mi padre…» revelan la conversión interior, esta parábola está unida al camino de la conversión, que es el camino que recorre el verdadero cristiano. Pues en el hijo pródigo, cuando reconoce: «…he pecado contra el cielo y contra ti…» se da la metanoia, la conversión, que siempre es posible y necesaria. Esto significa que al volver al padre, el hijo toma conciencia y reconoce su falta: «…Padre he pecado…», porque convertirse es reconciliarse. Y la reconciliación se realiza únicamente cuando se toma conciencia y se asumen los propios pecados, reconociendo que en medio de la debilidad aparece la verdad única de que Dios es Padre misericordioso; un Padre que perdona. El hijo pródigo es consciente de que sólo el amor paternal de Dios puede perdonarle los pecados, porque dentro de él, en lo más profundo estaba la garantía del amor del Padre.

Del hermano menor perdido lo que más destaca es la marcha de la casa paterna, el despilfarro de todos sus bienes llevando una vida disoluta y vacía, los tenebrosos días de la lejanía y del hambre, pero más aún, la vivencia de la dignidad perdida, de la humillación y la vergüenza y, finalmente, la nostalgia de la propia casa, la decisión del retorno y la acogida del Padre. Este, ciertamente no había olvidado al hijo, es más, había conservado intacto su afecto y estima. Siempre lo había esperado y ahora lo abraza mientras hace comenzar la gran fiesta por el regreso de «…aquel que había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido encontrado…». En palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II: «…Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial…» (Reconciliatio et Paenitentia, 5)

El hermano que se quedó en casa, el mayor, la parábola lo presenta como aquel que rechaza su puesto en el banquete. Este reprocha al hermano más joven sus pecados y al padre la acogida brindada al hijo pródigo mientras que a él, sobrio y trabajador, fiel al padre y a la casa, nunca se le ha permitido —dice— celebrar una fiesta con los amigos. Esta es una clara señal de que no ha entendido la bondad del padre. Es el hermano, seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso, lleno de amargura y de rabia.

Todo hombre es este hijo pródigo: seducido por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; que luego se ve caído; desilusionado por el vacío, solo, deshonrado, destruido mientras buscaba construirse un mundo para sí; finalmente atormentado por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Y el hombre —todo hombre— es también este hermano mayor. A quien el egoísmo le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La misericordia del Padre lo irrita y lo enoja; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo.

La parábola del hijo pródigo nos expresa de manera sencilla, pero profunda, la realidad de la conversión. Así lo manifiesta también el libro del Éxodo, en la primera lectura, cuando presenta al Señor como un  «…Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad...», también Moisés dirá  en su oración al Señor: «... aunque sea un pueblo de dura cerviz perdona nuestra iniquidad  y nuestro pecado, y recíbenos como herencia tuya…» (Ex 34, 6-9). Por eso esta parábola que trata de la misericordia podemos considerarla como un evangelio dentro del mismo evangelio, porque nos presenta la actitud de Dios que no olvida al  pecador: «…Al divisar a su hijo de lejos, el padre  se conmovió…», esta es la actitud de Dios que es un Dios de perdón. En el mismo capítulo 15 del evangelio de San Lucas, leemos la parábola de la oveja perdida y sucesivamente de la dracma perdida. Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. Dios no se resiste en la misericordia por su hijo; es Él quien toma la iniciativa de ir a su  encuentro para recobrarlo: «…y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo…». La fidelidad del Padre está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido, en su dignidad, la cual aún en medio del pecado no está perdida.

Aplicando este evangelio a las palabras del Papa Benedicto XVI, dichas en Austria -sobre todo a los que por el estado de vida estamos consagrados a Dios-, que podemos estar en uno de los dos extremos: «Seguir a Cristo significa asumir el modo de pensar de Cristo, el estilo de vida de Jesús (Fil 2,5). “Mirando a Cristo” la Iglesia ha descubierto tres características del modo de ser de Cristo -consejos evangélicos- elementos distintivos de una vida de seguimiento radical de Jesucristo: pobreza, castidad y obediencia…Los cristianos han experimentado siempre, que no pierden nada al abandonarse a la voluntad del Señor, por el contrario, encuentran su más profunda identidad y libertad. En Jesús han descubierto, que aquellos que se pierden a sí mismos se encuentran a sí mismos: que se hace libre quien a Dios se une en una obediencia que se basa en Él y que lo busca a Él. Al ingresar en la voluntad de Dios llegamos a nuestra verdadera identidad…» (Benedicto XVI, Homilía de las Vísperas en el Santuario de Mariazell, 8 de septiembre de 2007). 

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú