IV Domingo de Adviento, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Is 7, 10-14; Sal 23; Rm 1, 1-7; Mt 1, 18-24

 

La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados." Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros." Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.

Mt 1, 18-24 

 

La liturgia de este IV domingo de Adviento nos ponen en la expectativa por la cercanía de la inminente llegada del que debe Venir, según está anunciado por los profetas dando cumplimiento así a las promesas hechas por el Padre, y al mismo tiempo nos señalan las características de quienes, con motivo de esta venida, nos acercamos a Dios. La gran profecía de Isaías, dicha ocho siglos antes de Cristo, llega a su realización: «…La Virgen concebirá y dará a luz un hijo... Dios-con-nosotros...». Ahora celebramos la Palabra hecha carne, el misterio de la Encarnación, el misterio de Dios que se ha quedado entre nosotros.

La verdad del Emmanuel es una de las cosas que más identifican al cristiano, nosotros creemos en Dios que dialoga con el hombre y que además se hace hombre y se queda con y  entre nosotros. Dios que ama tanto al hombre, nos entrega a su Hijo y entra de lleno en nuestra historia. Se nos manifiesta y presenta así como Dios ha establecido tal relación de misericordia con el hombre, tal alianza, que ya no pueden separarse ni es posible entender la vida del uno sin el otro. El hombre por lo tanto está llamado a ser santo como Dios es Santo.

San Beda el Venerable dice: «… El nombre que el profeta da al Salvador, «Dios-con-nosotros», indica la doble naturaleza de su única persona. En efecto, el que es Dios nacido del Padre antes de los tiempos, es el mismo que, en la plenitud de los tiempos, se convirtió, en el seno materno, en el Emmanuel, esto es, en «Dios-con-nosotros», ya que se dignó asumir la fragilidad de nuestra naturaleza en la unidad de su persona. Cuando la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, esto es, cuando de modo admirable comenzó a ser lo que nosotros somos, sin dejar de ser lo que Era, asumiendo de forma tal nuestra naturaleza que no le obligase a perder lo que él era…» (San Beda el Venerable, Homilía 5 en la vigilia de Navidad, CCL 122, 32-36).

El evangelio nos presenta a María que ha concebido, ha quedado en cinta, por obra del Espíritu Santo: es la señal que el propio Dios nos dio por medio del profeta; en este Niño nos viene la salvación. José, como María en la Anunciación, experimenta turbación y temor ante el misterio, porque cuando Dios se acerca, desconcierta. Por eso también escuchar esta llamada es abandonar los temores, para entrar en el Misterio de Dios, que significa dejar nuestro «pequeño mundo» y aceptar que otro nos envuelva, nos preceda y nos lleve en la historia según su voluntad y no según la nuestra: El Dios-con-nosotros, es precisamente Aquel que rompe la malla continua de nuestros planes para entrar en sus designios de eternidad-felicidad plena.

De esta forma Nuestro Salvador entra en la historia, se hace hombre el Dios-Salvador, redimiendo de esta manera el tiempo. José, a través de su paternidad legal, tiene la función de presentar a Jesús como descendiente del linaje de David, y de esta manera proclamar que ha llegado el cumplimiento de la profecía del profeta Isaías. En José, se prefigura a todo hombre que acogiendo la palabra de Dios (pero José de manera privilegiada, única e irrepetible); se convierte en un íntimo colaborador de Dios, en la historia redentora para con el prójimo.

El evangelio nos invita, como a José, a acoger el misterio que significa aceptar el plan de Dios para con nosotros. Una invitación que se nos dirige a nosotros, que nos invita a romper nuestras construcciones y planes, y abrirnos a lo desconocido. Abrirnos al otro -inesperado, desconcertante, que es abrirnos a Dios.

Al respecto San Agustín dice: «… Celebremos con alegría el advenimiento de nuestra salvación y redención. Celebremos el día afortunado en el que quien era el inmenso y eterno día, que procedía del inmenso y eterno día, descendió hasta este día nuestro tan breve y temporal. Este se convirtió para nosotros en justicia, santificación y redención: y así –como dice la Escritura–: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor…» (San Agustín de Hipona, Sermón 185, PL 38, 997-999). Y como nuestro Papa Benedicto XVI dice en su última encíclica, Spe Salvi: «…quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente «vida». Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza (Cristo Nuestra Esperanza)…» (n.27).

Que en estas fiestas de Navidad la posada que José y María buscaron para que nazca nuestro Salvador la encuentren en nuestros corazones, para que nazca y habite en nosotros, y, así,  siendo uno con nosotros, ilumine nuestra vida y renueve nuestra existencia.

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú