XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Gn 2, 18-24; Sal 127; Hb 2, 9-11; Mc 10, 2-16


Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?". El les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?". Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella". Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido".
Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio".

Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.



Mc 10, 2-16


En el presente domingo, las lecturas nos presentan el sentido y significado del matrimonio, sacramento cristiano, unión indisoluble de un hombre y una mujer, quienes fueron creados para ser “una sola carne”, tal como nos lo dice Jesús en el evangelio.
El matrimonio -fundante de la familia- no es una «forma de vivir la sexualidad en pareja». Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana» (JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 19).
A continuación, como un aporte para la preparación de la homilía, presentaremos unas líneas acerca de lo que significa el matrimonio a la luz de las Catequesis de nuestro querido y recordado siervo de Dios Juan Pablo II.

«Recordemos que Cristo, cuando le preguntaron sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo que era "al principio". Citó las palabras escritas en los primeros capítulos del Génesis. El significado de la unidad originaria del hombre, a quien Dios creó "varón y mujer", se obtiene conociendo al hombre en todo el conjunto de su ser, esto es, en toda la riqueza de ese misterio de la creación, que está en la base de la antropología teológica. Este conocimiento, es decir, la búsqueda de la identidad humana de aquel que al principio estaba "solo", debe pasar siempre a través de la dualidad, la "comunión". Recordemos el pasaje del Génesis 2, 23: "...El hombre exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada...". A la luz de este texto, comprendemos que el conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y la feminidad, que son dos "encarnaciones" de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo -como dos modos de "ser cuerpo" y a la vez hombre, que se complementan recíprocamente-, como dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y autodeterminación, y, al mismo tiempo, como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo.

Así, como ya demuestra el Génesis 2, 23, la feminidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la feminidad. Precisamente la función del sexo, que, en cierto sentido, es "constitutivo de la persona" (no sólo "atributo de la persona"), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como " él" o "ella". La presencia del elemento femenino junto al masculino y al mismo tiempo que él, tiene el significado de un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia de la salvación. Toda esta enseñanza sobre la unidad ha sido expresada ya originariamente en el Gn 2, 23.

La unidad de la que habla el Génesis 2, 24 ("... y vendrán a ser los dos una sola carne..."), es sin duda la que se expresa y se realiza en el acto conyugal. La formulación bíblica, extremadamente concisa y simple, señala el sexo, feminidad y masculinidad, como esa característica del hombre -varón y mujer- que les permite, cuando se convierten en "una sola carne", someter al mismo tiempo toda su humanidad a la bendición de la fecundidad. Sin embargo, todo el contexto de la formulación lapidaria no nos permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la "comunión de las personas", sino que nos obliga a entrever desde el "principio" la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben constituir a la luz de la revelación del cuerpo.

Por lo tanto, ante todo, la expresión respectiva que dice: "El hombre... se unirá a su mujer" tan íntimamente que "...los dos serán una sola carne...", nos induce siempre a dirigirnos a lo que el texto bíblico expresa con anterioridad respecto a la unión en la humanidad, que une a la mujer y al varón en el misterio mismo de la creación. Las palabras del Génesis 2, 23, que acabamos de analizar, explican este concepto de modo particular. El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto conyugal) tan íntimamente que se convierten en "una sola carne", descubren de nuevo, por decirlo así, cada vez y de modo especial, el misterio de la creación, retornan así a esa unión en la humanidad, ("carne de mi carne y hueso de mis huesos") que les permite reconocerse recíprocamente y, llamarse por su nombre, como la primera vez. Esto significa revivir, en cierto sentido, el valor originario virginal del hombre, que emerge del misterio de su soledad frente a Dios y en medio del mundo. El hecho de que se conviertan en "una sola carne" es un vínculo potente establecido por el Creador, a través del cual ellos descubren su propia humanidad, tanto en su unidad originaria, como en la dualidad de un misterioso atractivo recíproco» (Juan Pablo II, El significado de la unidad originaria del hombre, Audiencia general 21 de noviembre de 1979, nn. 1-3).

«Las palabras de Cristo dirigidas a los fariseos (cf. Mt 19) se refieren al matrimonio como sacramento, o sea, a la revelación primordial del querer y actuar salvífico de Dios «al principio», en el misterio mismo de la creación. En virtud de este querer y actuar salvífico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera que se hacen «una sola carne» (Gén 2, 24), estaban destinados, a la vez, a estar unidos «en la verdad y en la caridad» como hijos de Dios, hijos adoptivos en el Hijo Primogénito, amado desde la eternidad. A esta unidad y a esta comunión de personas, a semejanza de la unión de las Personas divinas, están dedicadas las palabras de Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y, al mismo tiempo, confirman ese sacramento sobre la base del misterio de la redención. Efectivamente, la originaria «unidad en el cuerpo» del hombre y de la mujer no cesa de forjar la historia del hombre en la tierra, aunque haya perdido la limpidez del sacramento, del signo de la salvación, que poseía «al principio».

Si Cristo ante sus interlocutores, en el Evangelio de Mateo y Marcos (cf. Mt 19; Mc 10), confirma el matrimonio como sacramento instituido por el Creador «al principio» —si en conformidad con esto, exige su indisolubilidad—, con esto mismo abre el matrimonio a la acción salvífica de Dios, a las fuerzas que brotan «de la redención del cuerpo» y que ayudan a superar las consecuencias del pecado y a construir la unidad del hombre y de la mujer según el designio eterno del Creador. La acción salvífica que se deriva del misterio de la redención asume la originaria acción santificante de Dios en el misterio mismo de la creación.

Cristo hace referencia al carácter indisoluble del matrimonio como sacramento primordial y, al confirmar este sacramento sobre la base del misterio de la redención, saca de ello, al mismo tiempo, las conclusiones de naturaleza ética: «El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11 s.; cf. Mt 19, 9). Se puede afirmar que de este modo la redención se le da al hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la vez se le asigna como ethos: como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en el misterio de la redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción salvífica de Dios «desde el principio», a la vez —a la luz de las palabras de Cristo que estamos meditando—, este sacramento constituye también una exhortación dirigida al hombre, varón y mujer, a fin de que participen concienzudamente en la redención del cuerpo.

El matrimonio —según las palabras de Cristo (cf. Mt 19, 4)— es sacramento desde «el principio» mismo y, a la vez, basándose en el estado pecaminoso «histórico» del hombre, es sacramento que surge del misterio de la «redención del cuerpo». (Juan Pablo II, La sacramentalidad del matrimonio a la luz del Evangelio, Audiencia general 24 de noviembre de 1982, nn. 1-4).


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú