IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Mc 1,21-28

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

Dt 18,15-20;  Sal 94;  1Cor 7,32-35;  Mc 1,21-28 

Segunda Lectura

Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. 

            En la presente semana la segunda lectura nos presenta la visión paulina sobre las diferentes vocaciones específicas en la vida cristiana a las cuales estamos llamados los creyentes. De manera particular San Pablo manifiesta su caso luego de los acontecimientos que dieron inicio a su conversión. Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su "sí" definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver y vivir según el hombre nuevo.

En sus expresiones San Pablo se refiere a su propia experiencia, y de este modo sus palabras se hacen más personales. Así no sólo formula el principio referente a vivir libres de preocupaciones, para centrarse al anuncio del evangelio, sino que trata de motivar y enlazar este principio con reflexiones y convicciones personales nacidas de la práctica del consejo evangélico del celibato. Así cada una de las expresiones y escritos son prueba de su fuerza de persuasión, de su afán de anunciar y dejar claras las cosas. El  Siervo de Dios Juan Pablo II nos dice al respecto: «…el Apóstol no sólo escribe a sus Corintios: «Quisiera que todos los hombres fuesen como yo» (1Cor 7, 27), sino que va más adelante y, refiriéndose a los hombres que contraen matrimonio, escriben: «Pero tendréis así que esta sometidos a la tribulación de la carne, que quisiera yo ahorraros » (1Cor 7, 28). Ya antes explicando en el capítulo VII de su primera Carta a los Corintios la cuestión del matrimonio y la virginidad (es decir, la continencia por el reino de Dios), trata de motivar la causa por la que quien elige el matrimonio hace «bien» y quien decide, en cambio, una vida de continencia, o sea la virginidad, hace «mejor»…» (Juan Pablo II, El matrimonio y la virginidad según la interpretación de San Pablo en la carta a los corintios, 30 de junio de 1982).

Según la interpretación de San Pablo «el célibe se cuida... de cómo agradar al Señor» (1Cor 7, 32), en este sentido la expresión «agradar al Señor» esta significando que el trasfondo de toda la vida del creyente es el amor. Esto se ve claramente cuando el Apóstol manifiesta a modo de comparación que quien no está casado se cuida de agradar a Dios, mientras que quien está casado debe también contentar a la mujer. Estas expresiones no están de ningún modo descalificando ni considerando de menor importancia al matrimonio, simplemente de manera concreta San Pablo ya está dando a conocer el carácter nupcial de la «continencia por el reino de Dios». Porque queda claro que el hombre procura agradar siempre a la persona amada. Por consiguiente en palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II: «…El «agradar a Dios» no carece por tanto del carácter que distingue la relación interpersonal entre los esposos. Por una parte, es un esfuerzo del hombre que tiende a Dios y procura complacerle, o sea, expresar prácticamente el amor; por otra, a esta aspiración corresponde el agrado de Dios, que acoge los esfuerzos del hombre y corona su obra dándole una gracia nueva: de hecho desde el principio esta aspiración ha sido don de Dios. «Cuidarse de agradar a Dios» es, pues, una aportación del hombre al diálogo continuo de salvación entablado por Dios, evidentemente todo cristiano que vive de fe toma parte en este diálogo…» (Juan Pablo II, La preocupación de «agradar al Señor», 7 de julio de 1982).

Profundizando en la expresión de «agradar a Dios», podemos mencionar que esta expresión se encuentra en la Biblia, específicamente en los libros antiguos como es por ejemplo en Dt 13, 19, donde la frase se presenta como sinónimo de una vida en gracia de Dios, expresando la actitud de quien busca a Dios, que es aquel que se comporta y vive abandonado confiadamente en la voluntad del Padre para serle agradable. Inclusive esta expresión se presenta como toda una síntesis teológica de la santidad a la cual está llamado todo creyente. En el Evangelio de San Juan esta expresión es aplicada al propio Cristo: «Yo hago siempre lo que es de su agrado (con respecto al Padre)» (Jn 8, 29).

El Apóstol también nos dice como se llega a permanecer en Cristo, a vivir en la alegría de su presencia, sin dejarnos distraer por las cosas pasajeras que no son esenciales pero que tanto nos alejan de la voluntad de Dios. San Pablo puntualiza este pensamiento cuando habla de la situación de la mujer casada y de la que ha optado por la virginidad. Mientras la mujer casada debe cuidarse de «cómo agradar a su marido», la que no está casada «sólo tiene que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu». Así lo explicaba en una de sus catequesis el Siervo de Dios Juan Pablo II: «…Para captar adecuadamente toda la profundidad del pensamiento de Pablo hay que hacer notar que la «santidad» es un estado más bien que una acción, según la concepción bíblica; y tiene ante todo carácter ontológico y luego también moral. La «santidad en el cuerpo y en el espíritu» significa también, por tanto, la sacralidad de la virginidad o celibato aceptados por el «reino de Dios». Y, al mismo tiempo, lo que está ofrecido a Dios debe distinguirse por la pureza moral y, por tanto, presupone un comportamiento «sin mancha ni arruga», «santo e inmaculado», según el modelo virginal de la Iglesia que está ante Cristo (Ef 5, 27)…» (Juan Pablo II, La preocupación de «agradar al Señor», 7 de julio de 1982).

En las palabras de San Pablo podemos notar que cada creyente puede vivir santamente en la vocación a la cual Dios lo llama a vivir, ya sea de célibe o en el matrimonio, porque como el Apóstol nos dice también los que optan por el matrimonio y viven en él, reciben de Dios un «don», una gracia de estado que el propio sacramento les otorga, es decir, la gracia propia de esta opción, de este modo de vivir. El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios; no obstante, ambos son verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, o sea, adecuado a la vocación de vida a la cual cada quien es llamado.

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Vicario General de la Diócesis del Callao
Perú