I Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Mc 1, 12-15

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

Gn 9, 8-15; Sal 24; 1 Pe 3, 18-22; Mc 1, 12-15 

A continuación, el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían. Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva." 

Luego de la celebración del Miércoles de Ceniza, con la liturgia de la presente semana somos introducidos al tiempo fuerte de la cuaresma, tiempo en el cual se nos invita a vivir mirando a Cristo Resucitado, para pedirle la conversión sincera de nuestro corazón. Por ello en este tiempo a los creyentes se nos presentan tres armas: la limosna, la oración y el ayuno. Por ello el Papa Benedicto XVI nos dice: «… Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor —la oración, el ayuno y la limosna— para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón pascual)…» (Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2009).

El evangelio de la presente semana nos recuerda la realidad de Jesucristo en el desierto. Cristo, después de haber sido bautizado en el río Jordán, movido por el Espíritu Santo, que había revelado que Él era Hijo de Dios, se retira durante cuarenta días al desierto de Judá, donde vence las tentaciones de Satanás. Este pasaje nos pone por delante a todos los creyentes que también estamos llamados a entrar espiritualmente en el desierto cuaresmal para afrontar junto a Cristo el combate contra el maligno, que nos acecha y trata de engañarnos cada día.

La imagen del desierto es una metáfora sumamente elocuente de la condición humana. Qué sentido tiene esta conducción por el desierto, qué significa «el  desierto». El desierto es el lugar del silencio, de la soledad; es alejamiento de las ocupaciones cotidianas, del ruido y de la superficialidad. El desierto es el lugar de lo absoluto, el lugar de  la libertad, que sitúa al hombre ante las cuestiones fundamentales de su vida. Por algo es el desierto el lugar donde surgió el monoteísmo. En este sentido, es lugar de la gracia. Al  vaciarse de sus preocupaciones, el hombre encuentra a su Creador, como el camino de Israel por el desierto. Las grandes cosas comienzan siempre en el desierto, en el silencio, en la pobreza. No se  puede participar en la misión de Jesús, en la misión del Evangelio si no se participa en la  experiencia del desierto, sin sufrir su pobreza, su hambre.

 

 

El desierto es también el lugar de la muerte: allí no hay agua, elemento fundamental de  la vida. Y así, este lugar, de ardiente sol, se muestra como el extremo  opuesto de la vida, como abismo peligroso y amenazante. En el Antiguo Testamento, la  soledad forma parte de la muerte: el hombre, como persona, vive de amor, vive de relación,  y precisamente en este sentido en el desierto el hombre se encuentra con Dios. El desierto, por tanto, no es  únicamente la región que destruye la vida biológica; es también el lugar de la tentación, el  lugar donde se pone de manifiesto el poder del diablo, del «homicida desde el principio» (Jn  8,44). Al entrar en el desierto, Jesús se pone al alcance de este poder, se enfrenta con este  poder, continúa el gesto de su bautismo, el gesto de la Encarnación; nuestro actual Papa Benedicto XVI dice: «…no sólo se sumerge en  las aguas profundas del Jordán, sino que también baja a las profundidades de la miseria  humana, hasta sumergirse en las regiones del amor quebrantado, en aquellas soledades  que invaden de un extremo al otro este mundo herido por el pecado….» (Ratzinger, Joseph Card., El Camino Pascual, BAC, Madrid, 1990,14).

Por medio de este pasaje evangélico, se nos invita a comprender que para realizar plenamente la propia vida en la libertad es necesario pasar por el combate que comporta la misma libertad, es decir, la tentación. Sólo si se libera de la esclavitud de la mentira y del pecado, el hombre, gracias a la obediencia de la fe que le abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el amor y la alegría.  Entonces la actitud decidida de Jesucristo constituye para nosotros un ejemplo y una invitación a seguirlo con determinación. El demonio, «príncipe de este mundo», continúa hoy con su acción destructiva y engañosa. Todo hombre es tentado por la propia concupiscencia así como por el demonio, y es más tentado aún cuando menos lo percibe; cediendo tantas veces con facilidad a los pecados de la carne que el maligno nos pone por delante, y experimentando después las amargas consecuencias de la muerte a las cuales nos lleva el propio pecado. Es necesario en este tiempo vivir en expectante vigilancia para reaccionar con prontitud a todo ataque de la tentación. En este sentido la Iglesia, Madre y Maestra de humanidad, nos ofrece medios antiguos y siempre nuevos para afrontar el diario combate contra las tentaciones del mal: la oración, los sacramentos, la penitencia, la escucha atenta de la Palabra de Dios, la vigilancia y el ayuno.

A cada uno de los creyentes en este tiempo cuaresmal, el Espíritu Santo nos lleva al desierto para que en nosotros se realice la obra del Padre, para que en nosotros se haga realidad la novedad del Reino, porque el Espíritu debe llevarnos a nuestra propia condición humana (desierto), para que el lugar, nuestra vida, se transforme por el don del Espíritu y experimentemos desde nuestra propia condición que podemos encontrarnos con el Dios de la vida y por misericordia ser redimidos. Al respecto el Siervo de Dios Juan Pablo II nos decía: «…en este primer domingo del tiempo de Cuaresma, el Evangelio nos presenta a Cristo que, después de haber recibido el bautismo de Juan en el Jordán, movido por el Espíritu Santo, se retira en el desierto y allí permanece durante cuarenta días. La narración evangélica nos presenta las tres tentaciones, eco del antiguo engaño en el que Satanás hizo que cayeran nuestros primeros padres. Pero Cristo, nuevo Adán, las supera, rechazando con decisión al tentador. Así la victoria de Jesús sobre el maligno nos asegura que no sucumbiremos en el momento de la prueba, si permanecemos unidos al Señor. En esta perspectiva, la Cuaresma nos invita a un particular compromiso en el camino espiritual…» (Juan Pablo II, Ángelus, 29 de febrero de 2004)

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Vicario General de la Diócesis del Callao
Perú