Jueves Santo en la Cena del Señor

Jn 13, 1-15

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

 Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega a Simón Pedro; éste le dice: "Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?" Jesús le respondió: "Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde." Le dice Pedro: "No me lavarás los pies jamás." Jesús le respondió: "Si no te lavo, no tienes parte conmigo." Le dice Simón Pedro: "Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza." Jesús le dice: "El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos." Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: "No estáis limpios todos." Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: "¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros 

Cuando se lee el evangelio de la Institución de la Eucaristía muchas veces quedamos sorprendidos ante la simplicidad de los gestos y las palabras de Jesús para expresar tan grande misterio que es al mismo tiempo inabarcable a la mente humana. Indudablemente a los ojos del creyente que busca llegar a Jesús, la persona divina, las palabras más simples aparecen con una profundidad tan grande, que se esconden y al mismo tiempo nos invitan a descubrirlas en toda su profundidad.

La institución de la Eucaristía se remonta así al rito pascual de la primera Alianza, que se nos describe en la página del Éxodo en ella se habla del cordero "sin defecto, macho, de un año" (Éxodo 12, 5) cuyo sacrificio liberaría al pueblo del exterminio: "La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora" (12, 13). Los textos bíblicos de la Liturgia de este día orientan nuestra mirada hacia el Nuevo Cordero, que con la sangre derramada libremente en la cruz ha establecido una nueva y definitiva Alianza. La Eucaristía es presencia sacramental de la carne inmolada y de la sangre derramada del nuevo Cordero. En ella se ofrecen a toda la humanidad la salvación y el amor.

En el evangelio San Juan nos dice: «…Los amó hasta el extremo…», y así la Eucaristía constituye el signo perenne de este amor de Dios, amor que sostiene nuestro camino hacia la plena comunión con el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu. Es un amor que supera la capacidad del corazón del hombre.

El pan que Cristo aquella noche tomó no es el pan que aquellos discípulos recibieron de parte del Padre como alimento, sino aquel del que el Hijo de Dios dijo esto es mi cuerpo y comió con ellos, y de la bebida esta es mi sangre que se derrama por vosotros. De esta manera en la Última Cena, Jesús inaugura la Nueva Alianza, la participación del alimento de vida eterna, pues a través del pan expresa el don más grande de sí mismo,  pues la Eucaristía para nosotros, hoy creyentes cristianos, es el alimento que nos ha procurado Dios y nos ha provisto para saciar nuestra hambre, en medio del desierto de nuestra vida.

Este paso, que rompe con todo significado anterior, nos manifiesta una novedad grande y originaria que no se repetirá más pues en este pan de vida eterna y en esta bebida de vida eterna que expresa al mismo Cristo que se dona por nosotros, se expresa este amor redentor con el cual Cristo se ha ofrecido al sacrificio voluntariamente y ha querido redimir, por voluntad del Padre, por este sacrificio a toda la humanidad.

Este pan convertido en el cuerpo de Cristo y este vino que es la sangre de Cristo no solamente transforman nuestra naturaleza humana y no sólo la enriquecen, sino que la elevan a una participación íntima con la persona de Cristo. Por lo tanto, la eucaristía introduce al cristiano a la más grande intimidad del hombre con Dios mismo. Aquellos que participan de este alimento eucarístico, participan del misterio de la redención y de la nueva creación, así lo expresa San Pablo en la Carta a los Corintios cuando dice: «... cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos la muerte del Señor hasta que venga...».

El Jueves Santo además es el día en el que el Señor encomendó a los doce la tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. El Papa Benedicto XVI nos dice: «…Al cordero pascual y a todos los sacrificios de la Antigua Alianza, le sustituye el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo. De este modo, el nuevo culto se fundamenta en el hecho de que, ante todo, Dios nos ofrece un don, y nosotros, colmados por este don, nos hacemos suyos: la creación vuelve al Creador. Y también así el sacerdocio se ha convertido en algo nuevo: ya no es una cuestión de descendencia, sino que es algo que se sitúa en el misterio de Jesucristo. Siempre es él quien da y nos eleva hacia él. Sólo él puede decir: «Esto es mi cuerpo - Esta es mi sangre». El misterio del sacerdocio de la Iglesia está en el hecho de que nosotros, míseros seres humanos, en virtud del Sacramento, podemos hablar con su «yo»: «in persona Christi». Quiere ejercer su sacerdocio a través de nosotros…» (Benedicto XVI, El misterio del sacerdote, Homilía en la misa del Crisma, Jueves Santo 13 abril de 2006).

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Vicario General de la Diócesis del Callao
Perú