Solemnidad: La Ascensión del Señor, Ciclo B

Mc 16, 15-20

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

 Hch 1, 1-11;   Sal 46;   Ef 1, 17-23;   Mc 16, 15-20

«Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea, se condenará. Estos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

Con esto, el Señor Jesús, después de hablarle, fue elevado al cielo y se sentó  a la diestra de Dios.  Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con los signos que la acompañaban.»

En la Solemnidad de la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a contemplar cómo Cristo, con su obediencia, da cumplimiento a la voluntad del Padre.  Pues Cristo en el evangelio de San Juan se llama a sí mismo: «...yo soy el Camino, la Verdad y la Vida…».  Ya la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, nos dice que Cristo es la plenitud de la revelación del hombre, o sea, revela el misterio del hombre, de la humanidad.

El misterio de la vida de Cristo comprende el misterio de la encarnación, su vida oculta y pública, su Resurrección, su Ascensión y el envío del Espíritu Santo.  Por eso, San Juan resalta en su evangelio estas palabras de Jesucristo: «... os conviene que me vaya, para que venga el Paráclito…». 

En este sentido, podemos decir que la Ascensión del Señor tiene para nosotros un doble significado.  Primero, nos muestra que la vida es un don de Dios y que Dios nos ha creado para la eternidad, para hacernos partícipes de su misma naturaleza, de su mismo ser.  En Gn 1, 25 ss, el escritor sagrado manifiesta que Dios nos ha creado «…a su imagen y semejanza…». Cristo, con su obediencia y muerte en cruz, da cumplimiento a la voluntad de su Padre, y su voluntad es que el hombre recobre el estado original para el cual fue creado.  Por eso, la Fiesta de la Ascensión revela el significado de la vida del hombre: el hombre sale de las manos de Dios y retorna a Él, pues ha sido creado para vivir en comunión eterna con el Padre.

El segundo significado de la Ascensión del Señor está relacionado con el siguiente pasaje del evangelio de San Juan: «... os conviene que me vaya, para que venga el Paráclito…»,  esta expresión nos señala cómo Cristo, al cumplir la voluntad del Padre y retornar a su derecha, hace posible que la promesa de vida se inaugure en nosotros con el envío del Espíritu Santo.  Esto quiere decir que los nuevos tiempos, la nueva vida, sólo se podrá vivir en el Don del Espíritu Santo que actúe en nosotros. Como dice San Agustín: «…el Dios se hace hombre para hacer Dios al hombre…». Pero este cambio, esta configuración, esta regeneración, se realizará en cada hombre sólo si el Espíritu del Resucitado habita en él.  Este es el templo nuevo que Cristo en tres días ha edificado. Y si hay templo nuevo, tendrá que haber culto nuevo.

Litúrgicamente, esta Solemnidad de la Ascensión se puede entender como la entronización de un Rey que toma posesión de su reinado. Por eso, algunos exégetas ven en esta Solemnidad la entronización de Cristo en el Reino de los Cielos.  Podemos añadir que en la Ascensión de Cristo se da cumplimiento al Salmo que dice: «... el Señor levanta de la basura al pobre y lo hace sentar entre los príncipes de la Tierra…»; en Cristo, el hombre recobra su dignidad que por el pecado el demonio hace creer que la hemos perdido.

El Papa Benedicto XVI nos dice al respecto: «…Jesús insistió mucho en la importancia de su "regreso al Padre", coronamiento de toda su misión. En efecto, vino al mundo para llevar al hombre a Dios, no en un plano ideal —como un filósofo o un maestro de sabiduría—, sino realmente, como pastor que quiere llevar a las ovejas al redil. Este "éxodo" hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó totalmente por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios. Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo "exaltó" (Flp 2, 9), restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, "en ella tenemos como una ancla de nuestra alma" (Hb 6, 19), una ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido…» (Benedicto XVI, Ángelus, 4 de mayo de 2008).

El mandato con el que San Marcos culmina el evangelio, se entiende porque toda esta acción libre de Dios está en función de que el hombre pueda encontrarse con el autor de la Vida.  En este mandato que ha recibido de su fundador, la Iglesia está llamada a ser fiel a su misión: «...El que crea y se bautice se salvará; el que no crea, se condenará... Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con los signos que la acompañaban…». La misión dada por Cristo no se debe entender como un compromiso que la Iglesia y el creyente deben asumir, sino que la misión debe entenderse en el gozo de María en su cántico del Magníficat y decir: «…porque el Poderoso ha hecho grandes cosas en mi, (…) acordándose de su misericordia…».