Solemnidad: Domingo de Pentecostés

San Juan 15,26-27;16,12-15

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

 Hch 2,1-11;    Sal 103;    Ga 5,16-25;   Jn 15,26-27;16,12-15 

Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí. Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio. Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: "Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes". 

Celebramos la Solemnidad de Pentecostés con la cual se da por concluido el Tiempo Pascual: Tiempo en que la Iglesia vive en el gozo de proclamar que Dios, en su Hijo Amado, ha dado cumplimiento a la promesa de salvación y redención que los profetas anunciaron y, como sello de esta realidad, nos envía el Espíritu Santo prometido. Así la Iglesia inicia su vida entre los hombres dando cumplimiento al mandato de su fundador, sin temores, sabiendo que estará asistida por su Amado Esposo: «... todos los días hasta el fin del mundo…». El Papa Benedicto XVI nos dice al respecto: «… Pentecostés representa el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la venida del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles…» (Joseph Ratzinger, El Camino Pascual, p. 149).

La palabra pentecostés -del griego pentekoston (el número 50)-, para el pueblo judío se refiere a una fiesta del día quincuagésimo, era y sigue siendo la fiesta que se celebra cincuenta días después de los ázimos o fiesta del pan sin fermentar, una fiesta de la cosecha, que incluía el ofrecimiento de primicias a Dios (Yahvéh). Constituía además una de las grandes ocasiones de peregrinación, para el pueblo judío. Para los cristianos la fiesta de Pentecostés tiene lugar cincuenta días después de Pascua, en ella el Espíritu Santo desciende como fuego para segar lo que queda del trigo y completar la recolección. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad de los seguidores de Cristo, produciendo una cosecha de amor; pues, como dice San Pablo, «…los frutos del Espíritu son: caridad, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia…».  

Pentecostés, para el creyente es el Don con el cual Dios nos agracia con el grano de trigo (Cristo Nuestro Señor), el que habiendo muerto por nosotros, siendo sepultado por nosotros y Resucitado de entre los muertos; por el Don del Espíritu Santo nos comunica el germen de vida, que nos reviste de la Nueva Humanidad, y nos hace partícipes de la Vida Eterna, fruto de la Misión a la que el Hijo ha dado cumplimiento. Por lo tanto, Pentecostés para los creyentes es un llamado a vivir acogiéndonos de los frutos del misterio pascual de Cristo. San Agustín nos dice al respecto: «… El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm, 5,5). La llegada del Espíritu Santo significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. Se les había dicho que permaneciesen en la ciudad hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto. Pues yo -les dijo el Señor- os enviaré mi promesa. El es fiel prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió en la tierra, lo envió después de ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos engañó en esta primera promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro?...» (San Agustín, Sermón 378).

Cristo, a través del ministerio de su vida pública, nos ha revelado que el amor de Dios, que Él ha hecho presente en los actos de su vida terrena, es un amor sin límites ni reserva; y por lo tanto el hombre que ha nacido del Espíritu Santo, el hombre que es uno con Cristo, está llamado a vivir  esta universalidad, esta entrega en donde las diferencias de lengua, cultura, condición social, raza e ideología han sido abolidas con la muerte de Cristo en la cruz y su victoriosa resurrección.

La venida del Espíritu Santo fue profetizada por Cristo, en varias ocasiones anunció a los apóstoles que el Paráclito recreará la vida de todo hombre que crea en Él, la transformará y dará la Gracia de poder ver y amar al otro como a nuestro prójimo, como a Cristo. El Papa Benedicto XVI dice: «… (Cristo) se irá, pero volverá; mientras tanto no nos abandonará, no nos dejará huérfanos. Enviará al Consolador, al Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien dará a conocer que la obra de Cristo es obra de amor: amor de Él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado. Este es el misterio de Pentecostés:  el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser "expresión e instrumento del amor que proviene de Él" (Deus caritas est, 33)…» (Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de Pentecostés, 4 de junio de 2006).