XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6, 7-13

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

 Am 7, 12-15;   Sal 84;   Ef 1, 3-14;   Mc 6, 7-13 

Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: “Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas.” Y les dijo: “Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos. ”Y yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. 

En las lecturas de la semana anterior veíamos a Cristo que se maravillaba ante la falta de fe de aquellos que le habían visto crecer en el pueblo natal. La liturgia de esta semana nuevamente va por la línea del profetismo pero añadiendo que por el Bautismo todos los creyentes participamos de la función de Cristo como sacerdote, profeta y rey; y por el Bautismo se nos confirma la elección que sobre nosotros realiza Dios, que nos elige y nos llama a la santidad. En este sentido vienen las bendiciones que encontramos en la Epístola a los Efesios que se expresan a través de las palabras: amor, santidad, don gratuito, revelación del misterio, elección y llamamiento a la santidad, por la sangre derramada de Cristo, estas no son sólo bendiciones de las que el pueblo de la antigua alianza era consciente, sino que son expresiones del don gratuito y libre que Dios nos concede al hacernos sus hijos. 

El evangelio nos presenta el envío de Cristo con poder a los apóstoles, envío que está señalando que todo fiel creyente es un hombre en misión, pues si por el Bautismo Dios nos ha elegido como sus hijos, también por el Bautismo hemos sido revestidos del carácter profético.  Por ello todo creyente está llamado a ser un profeta-enviado de Dios, pues estamos llamados a anunciar aquello que no es nuestro.  Dice el evangelio que como la vida es un don de Dios, estamos llamados a anunciar y a dar gratis aquello que gratis hemos recibido. Al respecto el Papa Benedicto XVI nos dice: «…Tras la pasión y la resurrección de Cristo el carácter universal de la misión de los apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los apóstoles “por todo el mundo” (Mc 16, 15), a “todas las gentes” (Mt 28, 19; Lc 24,47, “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Y esta misión continúa. Siempre continúa el mandamiento del Señor de reunir a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandamiento: contribuir a esa universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo…» (Benedicto XVI, Catequesis: Los apóstoles, testigos y enviados de Cristo, 22 de marzo de 2006).

Lo que la primera lectura dice a propósito de Amós, es característico de todo enviado de Dios. «…Si en un lugar no os reciben…», dice Jesús en el evangelio. Amós no es recibido, sino expulsado del país por el poder oficial. Pero él insiste y dice que «…no es profeta ni hijo de profeta…». Se trata de una vocación comparable a la de los pescadores de Galilea. Ni Amós ni los doce han deseado o elegido para sí esta misión, simplemente han sido llamados por Dios: «…Ve y profetiza a mi pueblo…». Se trata aquí de una vocación en sentido original y radical, una vocación en la que el hombre no piensa si debe o no, si puede o no; Dios le empuja; si no se resiste.

Continuar el camino, tal y como Jesús recomienda en el evangelio puede consistir a veces simplemente en seguir haciendo lo que se está haciendo. Ser cristiano, como ser profeta, no es una profesión o modo de vivir, es una vocación a la que Dios llama, es Él quien nos elige no somos nosotros. El profeta Amós, como los doce apóstoles y como tantos otros, son llamados y enviados. Este llamado implica vivir de la fe y denunciar el mal, el pecado, la injusticia, además de predicar la buena nueva de la salvación. Así el profeta Amós en la primera lectura y los apóstoles en el evangelio son ejemplos de una respuesta válida a la vocación a la que Dios les había llamado. Nosotros, como ellos, estamos revestidos del poder de Aquel que nos envía, pero también como ellos hemos de aceptar las consecuencias de la misión que nos ha sido confiada, a pesar de que no siempre sean agradables ni triunfadores. Con frecuencia nos hallamos solos y sin protagonismos; entonces toda la fuerza estará en el poder de la Palabra y en la fe que la hace posible. Por eso estamos invitados a vivir y predicar la conversión y el amor con todas sus consecuencias.

Al respecto el Papa Benedicto XVI nos dice: «…característica (de los apóstoles) es la de "haber sido enviado". El mismo término griego apóstolos significa precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje; debe actuar por tanto como encargado y representante de un mandante. Una vez más sale a primer plano la idea de una iniciativa de otro, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo subraya el hecho de que se ha recibido una misión de parte de Él que hay que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal. (…) El de "apóstol", por tanto, no es y no puede ser un título honorífico, sino que empeña concretamente y también dramáticamente toda la existencia del sujeto interesado. En la primera carta a los Corintios, Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor? (9,1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios, afirma: "Vosotros sois nuestra carta..., sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo" (3,2-3)…» (Benedicto XVI, San Pablo como apóstol, 10 de septiembre de 2008). 

La Iglesia, es la continuadora de esta misión, por ello es también liberadora de tantas esclavitudes que sufre el hombre hoy. Por eso, la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II expresa que en la naturaleza del ser de la Iglesia solamente ésta se concibe en cuanto que está en una continua  misión evangelizadora con relación a los hombres. La Iglesia es un pueblo profético que está llamado a proclamar las maravillas de Dios. Dentro de ella todos los creyentes estamos llamados a sentirnos animados del Espíritu de Cristo resucitado que nos da fuerza para denunciar el mal y conquistar un verdadero espíritu de libertad interior. Jesucristo no nos ha dejado solos, pues nos ha dicho que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. 

En conclusión, entre los miembros de este pueblo santo que Dios en Cristo se ha elegido para sí, no cabe distinción entre las personas.  Dios revestirá libremente para el bien de su propio pueblo a algunos para que desempeñen servicios específicos, de esta manera  podemos entender la primera lectura donde el profeta Amós dice: «... yo no soy profeta ni hijo de profeta...». Por eso, hermanos, el que Dios nos llame a una vocación específica: vida consagrada o vida matrimonial, es porque a través de esta Dios quiere que vivamos la santidad.  Por ello, es importante responder a esta vocación para que en nosotros, como dice la Carta a los Efesios, se realice «... dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el designio que en Él se propuso de antemano...».