XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 12, 38-44

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

1R 17, 10-16; Sal 145; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44


Y él les enseñaba: "Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad". Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir". 

La presente semana, las lecturas nos recuerdan que todo cristiano está llamado a vivir con radicalidad la vida de fe siendo luz del mundo y sal de la tierra, por eso que los profetas en el Antiguo Testamento denunciaban el culto exterior en el pueblo, que el mismo Cristo en el evangelio denuncia dirigiendo sus palabras a los fariseos, escribas y sacerdotes; porque tenemos que decir que ya desde el Antiguo Testamento se profetizaba que el cristianismo es la religión del corazón, por lo cual todo rito externo de la liturgia debe expresar la vivencia interior del corazón del creyente.

La primera lectura nos habla de la viuda pobre de los tiempos de Elías, que habitaba en Sarepta de Sidón. El evangelio nos habla de otra viuda pobre de los tiempos de Cristo, que ha entrado en el atrio del templo de Jerusalén. Una y otra han dado todo lo que podían dar. La primera dio a Elías el último puñado de harina para hacer una pequeña torta. La otra colocó en el tesoro del templo dos pequeñas monedas de cobre, las que constituían todo “lo que tenía” (Mc 12,44). La primera no queda defraudada porque, conforme a la profecía de Elías, “no faltó la harina de la tinaja, hasta que el Señor hizo caer la lluvia sobre la tierra” (1 Re 17,14). La segunda pudo escuchar las alabanzas más grandes de labios de Cristo mismo. Podríamos hacernos al respecto una pregunta ¿por qué estas dos viudas, que según el mandato de Yahvé se encontraban en una categoría de pobreza e indigencia, dan estos signos tan radicales? Debemos decir al respecto de una manera muy general que la posesión de los bienes tantas veces hace al hombre no disponible ante la llamada de Dios.

San Agustín dice al respecto: «… Entró ella al templo y echó dos monedas. ¿Quién se preocupó ni siquiera de echarle una mirada? Pero el Señor la miró, y de tal manera que sólo la vio a ella y la recomendó a los que no la veían, es decir, les recomendó que mirasen a la que ni siquiera veían. Ella echó más en ofrenda a Dios -dijo el Señor- que aquellos ricos. Ellos echaron mucho de lo mucho que tenían; ella echó todo lo que poseía. Mucho tenía, pues tenía a Dios en su corazón. Es más tener a Dios en el alma que oro en el arca. ¿Quién echó más que la viuda que no se reservó nada para sí?...» (San Agustín, Sermón 107 A).

Mediante esas dos viudas se desvela el verdadero significado de la pobreza de espíritu, que constituye el contenido de la primera bienaventuranza en el sermón de la montaña. Esto puede sonar a paradoja, pero esta pobreza esconde en sí una riqueza especial. Como nos dice el siervo de Dios Juan Pablo II: «…rico no es el que tiene, sino el que da. Y da no tanto lo que posee, cuanto a sí mismo. Entonces, él puede dar aun cuando no posea. Aun cuando no posea, es por lo tanto rico. El hombre, en cambio, es pobre, no porque no posea, sino porque está apegado -y especialmente cuando está apegado espasmódica y totalmente- a lo que posee. Esto es, está apegado de tal manera que no se halla en disposición de dar nada de sí. Cuando no está en disposición de abrirse a los demás y darse a sí mismo. En el corazón del rico todos los bienes de este mundo están muertos. En el corazón del pobre, en el sentido en que hablo, aun los bienes más pequeños reviven y se hacen grandes…» (Juan Pablo II, Homilía en la Parroquia de San Rafael, 11 de noviembre de 1979).

Ciertamente en el mundo actual, vivimos tiempos diversos de los de Cristo. Vivimos en otra época de la historia de la civilización, de la técnica, de la economía, sin embargo, las Palabras de Cristo nada han perdido de su profundidad y de su verdad. Más aún, han adquirido un nuevo alcance. El evangelio nos pone por delante el hecho de que no somos propietarios de los bienes que poseemos, sino administradores, por tanto, no debemos considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios a través de los cuales el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, para ser instrumentos de su providencia hacia el prójimo. Es importante mencionar que la limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, quien muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por amor a cada uno de nosotros. Por lo tanto, cuenta sobre todo el valor interior del don: la disponibilidad a compartir todo, la prontitud a darse a sí mismos.

Nuestro Papa Benedicto XVI nos dice al respecto: «…es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo “todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,44). Su pequeña e insignificante moneda se convierte en un símbolo elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee, sino lo que es: toda su persona. Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los días que precedente inmediatamente a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala San Pablo, se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros…» (Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2008).