II Domingo de Adviento, Ciclo C

San Lucas 3, 1-6

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Ba 5, 1-9; Sal 125; Flp 1, 4-6. 8-11; Lc 3, 1-6

En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea; Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios.

En este segundo domingo de Adviento, en medio de la celebración resuena la voz que va delante, voz del “mensajero”. El heraldo que grita en el desierto: “...Preparad el camino del Señor...”. La Palabra de Dios de este domingo nos hace una doble invitación: “... convertíos y sed anunciadores de conversión...”. La voz de Juan Bautista, su eco atraviesa la historia y se oye en medio de toda asamblea, como actualizar la escena y el personaje. La liturgia mira al pasado, pero no se queda en él, sino que la fuerza del “memorial” llega hasta el hoy de la celebración. La misión profética de Juan reclama nuestro papel profético en el mundo. La Iglesia nos llama a anunciar la salvación a través de todos los medios posibles que estén a nuestro alcance.

La figura de Juan el Bautista aparece en este domingo como la señal de la llegada de la salvación. “...Preparad el camino del Señor...” significa entrar en comunión con Él. El primer hecho es este, que la palabra de Dios vino sobre Juan, el Bautista es llamado y enviado como el último de los profetas, cerrando con ello la serie de las misiones proféticas anteriores tanto mediante su existencia como mediante su tarea, que corresponde a la gran promesa de Isaías, que según se nos dice: “la cumple”. Su misión personal, que no es una simple repetición de profecías, se distingue por su bautismo.

Los llamamientos de los profetas anteriores quedan aquí, al final del tiempo de la promesa, superados mediante una acción que afecta a todo el pueblo. Juan llama a la conversión, luego bautizaba a cuantos daban muestra de arrepentimiento y confesaban sus pecados, después los sumergía en el agua del río, signo visible de una actitud de conversión. Cuando se sumerge en el agua del bautismo, “el que se convierte” testimonia, con su inmersión-emersión, que en lo sucesivo quiere ser otro, vivir como un ser purificado, convertirse de su camino torcido en un camino recto. En Juan Bautista toda la Antigua Alianza reconoce que ella no es más que un preámbulo de lo decisivo que está por venir, que viene ahora.

El Papa Benedicto XVI nos dice: «… Mientras prosigue el camino del Adviento, mientras nos preparamos para celebrar el Nacimiento de Cristo, resuena en nuestras comunidades esta exhortación de Juan Bautista a la conversión. Es una invitación apremiante a abrir el corazón y acoger al Hijo de Dios que viene a nosotros para manifestar el juicio divino. El Padre —escribe el evangelista san Juan— no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo el poder de juzgar, porque es Hijo del hombre (cf. Jn 5, 22. 27). Hoy, en el presente, es cuando se juega nuestro destino futuro; con el comportamiento concreto que tenemos en esta vida decidimos nuestro destino eterno.

En el ocaso de nuestros días en la tierra, en el momento de la muerte, seremos juzgados según nuestra semejanza o desemejanza con el Niño que está a punto de nacer en la pobre cueva de Belén, puesto que él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad…» (Benedicto XVI, Ángelus del II domingo de Adviento, 9 de diciembre de 2007).
Es por eso que en la primera lectura se nos muestran las promesas de un nuevo tiempo de salvación (a la vuelta del exilio), nos anuncia algo glorioso que no se realiza inmediatamente. El profeta se sitúa en el tiempo de la destrucción de Jerusalén por parte de Babilonia y proclama que Dios intervendrá para revertir esta situación. Esta gloria prometida era una promesa que debía cumplirse más tarde y de un modo totalmente distinto a como se esperaba.

La verdadera gloria anunciada era la llegada de Jesucristo proclamada por el Bautista, la cual no será un esplendor terreno, sino lo que el evangelio de Juan designará como la gloria visible para el que cree en la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. El profeta Baruc invita a Jerusalén a “... ponerse en pie ...” y a “... mirar hacia oriente..” para ver venir esta gloria sobre sí.
La segunda lectura nos traslada a la Nueva Alianza. No se puede decir sin más que con la venida de Jesús hayamos llegado a la meta, pues él es “el camino nuevo y vivo”. Él sigue siendo también para la Iglesia peregrina “el precursor”, el que “precede” y ningún cristiano puede permitirse el lujo de descansar prematuramente. La carta de Pablo a los Filipenses habla constantemente de este “estar en camino”, ciertamente ahora ya con una mayor confianza que en la Antigua Alianza: porque Cristo “ha inaugurado una empresa buena”, y si nosotros permanecemos en su camino, creciendo en “penetración y sensibilidad”, Él “la llevará adelante” hasta el día de su venida última y definitiva.

Como nos dice san Pablo “... avanzamos hacia el día de Cristo...”, no dejemos pues de mirar hacia adelante con una mirada de fe que no nos haga reducir todo al presente, más bien anhelemos el día y momento gozoso de gloria que nos llevará al encuentro con el Señor, cuando alcanzaremos la plenitud de vivir con un Dios que es Amor, Padre Misericordioso que nos está esperando en un banquete de vida eterna.

Al respecto el Papa Benedicto XVI nos dice: «…El Adviento nos invita a dirigir la mirada a la "Jerusalén celestial", que es el fin último de nuestra peregrinación terrena. Al mismo tiempo, nos exhorta a comprometernos, mediante la oración, la conversión y las buenas obras, a acoger a Jesús en nuestra vida, para construir junto con él este edificio espiritual, del que cada uno de nosotros —nuestras familias y nuestras comunidades— es piedra preciosa…» (Benedicto XVI; Ángelus, 10 de diciembre de 2006)

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar