Solemnidad: Santa María, Madre de Dios (1 de enero)
San Lucas 2, 16-21
Autor: Padre Oscar Balcázar Balcázar
Nm 6,
22-27; Sal 66; Ga 4, 4-7; Lc 2, 16-21
Y fueron a
toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al
verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos
los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por
su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores
se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto,
conforme a lo que se les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días para
circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser
concebido en el seno.
Luego de haber contemplado
el nacimiento de Nuestro Salvador, el Emmanuel, en el establo de Belén y de
reconocer en Él a Dios que se ha hecho hombre, Salvador de la humanidad, la
Iglesia dirige su mirada hacia la Madre del Niño y reconoce en ella, a la Madre
de Dios. El título de María Madre de Dios nos pone de frente a un misterio
sorprendente, el Hijo, que es Dios de la eternidad y que en su divinidad ha
estado generado sólo del Padre, ha acampado en el mundo naciendo de una mujer.
De aquí que esta mujer ha recibido una dignidad que ningún otro ser humano podrá
alcanzar. Ella es Madre de Aquel que es Dios. Es una grandeza que el espíritu
humano no podría jamás haber imaginado que una criatura pudiera haber recibido.
El Papa Benedicto XVI nos
dice respecto de esta solemnidad: «… la liturgia nos invita a invocar hoy (a la
Virgen) con su título más antiguo y más importante, el de Madre de Dios. Con su
"sí" al ángel, el día de la Anunciación, la Virgen concibió en su seno, por obra
del Espíritu Santo, al Verbo eterno, y en la noche de Navidad lo dio a luz. En
la plenitud de los tiempos, en Belén Jesús nació de María: el Hijo de Dios se
hizo hombre por nuestra salvación y la Virgen se convirtió en verdadera Madre de
Dios. Este don inmenso que recibió María no está reservado sólo a ella; es para
todos nosotros. En efecto, en su virginidad fecunda Dios entregó "a los hombres
los bienes de la salvación eterna..., pues por medio de ella hemos recibido al
autor de la vida" (cf. oración colecta). Por tanto, María, después de haber dado
una carne mortal al unigénito Hijo de Dios, se convirtió en madre de los
creyentes y de toda la humanidad…» (Benedicto XVI, Ángelus 1 de enero de 2008).
El evangelio nos habla del
hecho de que la Madre de Dios y de nosotros los hombres guarda y medita en su
corazón todo lo que le dicen en esos momentos,
y es necesario meditar en esta frase, que expresa un
aspecto admirable de la maternidad de María. El siervo de Dios Juan Pablo II nos
dice: «…”María (...) guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón".
¿Qué tiene de sorprendente que la Madre de Dios recordara todo eso de modo
singular, más aún, de modo único? Toda madre tiene la misma conciencia del
comienzo de una nueva vida en ella. La historia de cada hombre está escrita,
ante todo, en el corazón de la propia madre. No debe sorprendernos que haya
sucedido lo mismo en la vida terrena del Hijo de Dios. María estuvo presente con
los Apóstoles el día de Pentecostés; participó directamente en el nacimiento de
la Iglesia. Desde entonces, su maternidad acompaña la historia de la humanidad
redimida, el camino de la gran familia humana, destinataria de la obra de la
redención…» (Juan Pablo
II, Homilía de
Apertura de la Puerta Santa
de la Basílica de Santa María la Mayor,
1
de enero de 2000).
La Iglesia contempla en María de Nazaret, mujer singular
por haber sido llamada a realizar una misión que la pone en una relación muy
íntima con Cristo; una relación absolutamente única, porque María es la Madre
del Salvador. Y con la misma evidencia podemos y debemos afirmar que es Madre
Nuestra, porque, viviendo su relación materna con el Hijo, compartió su misión
por nosotros y por la salvación de todos los hombres. Contemplándola, la Iglesia
descubre en ella los rasgos de su propia fisonomía: María vive la fe y la
caridad; María es una criatura, también ella salvada por el único Salvador;
María es llamada a participar en la iniciativa de la salvación de la humanidad
entera.
Esta solemnidad nos invita a dirigir la mirada hacia la
mujer que "acogió en su corazón y en su cuerpo al Verbo de Dios y dio la Vida al
mundo"; y precisamente por esto —recuerda el Concilio Vaticano II— "María es
reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios" (Lumen
gentium, 53). El Papa Benedicto XVI nos dice:
«…El Nacimiento de Cristo, Redentor del mundo, que actualizamos en estos días,
está totalmente iluminado por la luz de María y, mientras contemplamos al Niño,
nuestra mirada no puede dejar de dirigirse también hacia la Madre, que con su
"sí" hizo posible el don de la Redención. Por eso, el tiempo de Navidad conlleva
una profunda connotación mariana; el nacimiento de Jesús, hombre-Dios y la
maternidad divina de María son realidades inseparables entre sí; el misterio de
María y el misterio del Hijo unigénito de Dios que se hace hombre forman un
único misterio, donde uno ayuda a comprender mejor el otro…» (Benedicto XVI,
Homilía en las Vísperas de Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 31 de
diciembre de 2008).
Que el
inicio del presente año sea de bendiciones, me encomiendo a tu oración.