III Domingo de Pascua, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Hch 2, 14. 22-33; Sal 15; 1P 1, 17-21; Lc 24, 13-35

Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que dista sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado; pero sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle. Él les dijo: “¿De qué discutís por el camino?” Ellos se pararon con aire entristecido.

Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que han pasado allí estos días?”. Él les dijo: “¿Qué cosas?” Ellos le dijeron: “Lo de Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron”.

Él les dijo: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?”. Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.

Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le rogaron insistentemente: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado”. Entró, pues, y se quedó con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su vista. Se dijeron uno a otro: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.

Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!”. Ellos por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido al partir el pan.

Lc 24, 13-35


El Tiempo Pascual que estamos viviendo nos anuncia de manera particular el paso de la muerte a la vida, que significa que las cadenas internas del hombre que lo tienen como maniatado en una realidad de sufrimiento y tristeza, y muchas veces en la debilidad a la cual se encuentra sometido. El evento de Cristo vencedor de la muerte anuncia a todo hombre que cree en él, que las cadenas son rotas y que el vacío profundo de la vida es colmado por el gozo de saber que en la fidelidad de Dios, en el Cristo Resucitado, nuestra vida es recreada. Estos días, en los cuales la liturgia de la Iglesia, de manera particular, resalta este acontecimiento, nos invitan al mismo tiempo a que podamos ser actores activos en este Tiempo Pascual y no porque dependa de nosotros, sino en el sentido que así como el pueblo de Israel cuando salió del país de Egipto al sonido del cuerno salieron de la esclavitud; de la misma manera nosotros al canto del Gloria, en la santa noche de la Vigilia Pascual, hemos sido llamados a entrar en la Pascua del Señor Resucitado. Porque somos llamados a pasar de las tinieblas a la luz, de la enemistad a la amistad, del desamor al amor, de la ofensa al perdón, del juicio a la misericordia; como Cristo hizo con el buen ladrón: “...te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso...”. Y así, como en el evangelio de Juan, ante la incredulidad de Tomás, Jesús no lo deja en su estado de confusión, sino que cura su incredulidad; esto es la Pascua, el poder creer y reconocer al Cristo Señor de la muerte y de la vida, por la acción y el don de Dios a través de la Iglesia.

En la primera lectura, Pedro invita a escuchar a la gente el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio, paralelamente tenemos otro texto en el libro de Nehemías en el cual se nos narra, que cuando el pueblo retornó del exilio, Dios renueva su alianza con el pueblo. En este sentido, ya la primera lectura nos introduce en una actitud de acción de gracias, porque a través de San Pedro, Dios está diciéndonos y nos está llamando a una vida de reconciliación, y es indudable que no puede haber reconciliación si el hombre no sale y se despoja de su vida pecaminosa, de una vida que no es de acuerdo a la voluntad de Dios. Por eso san Pedro, en otro texto que antecede a esta perícopa dirá: “...hermanos pecasteis por ignorancia...”, porque el hombre encerrado en sí mismo no puede ver la luz que viene de Dios y por lo tanto, creyendo que obra y se encamina hacia el bien, tantas veces sólo se destruye a sí mismo. En el libro del Deuteronomio, Dios a través de Moisés invita a su pueblo a escuchar: “...escucha Israel amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas...”; esto está significando para nosotros que en el escuchar y aceptar la Buena Nueva del Evangelio, escuchamos a Cristo Resucitado en nuestro corazón y creemos que en este acontecimiento de salvación está la vida que viene de Dios, que nos hace partícipes de una vida plena.

La condescendencia de Dios en este evento Pascual queda de una manera manifiesta, que no ha tenido medida alguna, pues el evangelio de este presente domingo narra que Cristo se acerca a estos dos discípulos que van desesperanzados por el camino, está expresando el sentido de la vida humana, que el hombre por más que se esfuerce en querer y buscar la verdad no la llegará a encontrar plenamente. No estamos negando que el hombre pueda intuir el camino de la verdad, pero abrazarla como una certeza, es un don que Dios concede al hombre. Así lo expresa el evangelio, en versículos más adelante, cuando Cristo sentado a la mesa tomó el pan y al partirlo: “...se les abrieron los ojos y reconocieron al Señor...”. No vamos a detenernos en detalles, pero el sentido de los milagros que Cristo realizó durante su vida pública, curando a los ciegos, estaba anticipando proféticamente esta verdad: que sólo a través de Cristo, el Dios que se ha encarnado y ha entrado en la historia de la humanidad, sólo a través de Él podremos entrar en la certeza de la verdad de Dios, que a la vez lleva al hombre a la vida misma.

La reacción de los discípulos (de Emaús), como narra el evangelista san Juan, es de regresar donde sus hermanos a Jerusalén, porque ya no tenían duda en su corazón ni tristeza, porque la certeza del Cristo Resucitado iluminaba los ojos de su corazón; porque Cristo se deja reconocer por ellos. Dios que está presente en la historia de los hombres y de la humanidad, se deja reconocer por nosotros a través de los acontecimientos de nuestra vida, pero tantas veces por nuestra poca fe no lo reconocemos a Dios presente. La vida del creyente, según san Juan, nos está expresando a través de este texto del evangelio, que es llamada a ser de testimonio, o sea el cristiano está llamado a que su vida sea un anuncio de que Dios está presente entre nosotros.

La vida de la Iglesia está centrada en la escucha de la Palabra del Maestro, para caminar con fidelidad, y reconocerlo cada vez en la fracción del pan. Es decir, cada vez que celebramos el misterio de nuestra fe, se realiza el Memorial de nuestra salvación, se hace presente sacramentalmente Cristo en el caminar de nuestra vida, y por eso debemos estar atentos a que los ritos que comprenden la liturgia eucarística y que nos ayudan a entrar en el misterio, no se conviertan en una rutina para nosotros, sino en medio que tenemos para encontrarnos y celebrar a Cristo Resucitado. Esto es lo que nuestro querido y ahora difunto Papa Juan Pablo II nos ha legado en todo el ministerio de su Pontificado, siendo un heraldo y mensajero del Evangelio. Del año 1998 hasta el 2004 nos ha dejado seis documentos con respecto a la celebración Eucarística, porque aquí está el nutrimento de nuestra fe. Y como un testamento último de su vida espiritual, que ha avivado su vida como creyente y sobre todo su vida ministerial, ha estado expresada la Carta que ha dirigido a todos los sacerdotes el Jueves Santo de este año. Entonces, así como los discípulos de Emaús reconocieron al Señor en la fracción del pan, ministros de la Iglesia y fieles laicos estamos llamados a reconocer al Señor en la fracción del pan y a celebrar su fidelidad en nuestra vida; de esta manera transformarnos en testigos del Evangelio para la humanidad como Cristo. San Pablo dice al respecto: “...ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”

Recemos como Iglesia para que nuestro Padre del Cielo acoja en su seno a nuestro querido y ahora difunto Papa Juan Pablo II.

Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú