IV Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Samuel 16, 1b.6-7.10-13; Salmo 22; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1.6-9.13-17.34-38

Vio al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Jesús escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: “Vete, lávate en la piscina de Siloé” (que quiere decir enviado). Él fue, se lavó y volvió ya viendo.

Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: “¿No, es éste el que se sentaba para mendigar?”. Unos decían: “Es él”. “No, decían otros, sino es uno que se le parece”. Pero él decía:”Soy yo”. Lo llevan a los fariseos al que antes era ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos.

Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: “Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo”. Algunos fariseos decían: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros decían: “Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejante signos? Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: “¿Y tu qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?”. El respondió: “Que es un profeta”.

Ellos le respondieron: “Has nacido todo entero en pecado ¿y nos das lecciones a nosotros? Y le echaron fuera.

Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: “¿Tu crees en el Hijo del Hombre?”. Él respondió: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le dijo: “Le has visto; el que está hablando contigo, ése es”. El entonces dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él.

Juan 9, 1.6-9.13-17.34-38

En la presente semana evaluaremos otro relato de san Juan. En los tres primeros siglos de la Iglesia naciente, este relato era utilizado para preparar a los catecúmenos en la fase final al bautismo. Nos encontramos a la mitad del tiempo de la cuaresma, mirando ya la proximidad de la Semana Santa, y la liturgia nos ofrece un texto que nos invita a mirar seriamente nuestro nacimiento a la nueva vida, que se nos ha dado por medio del bautismo recibido.

El Papa Juan Pablo II, en su carta Novo millennio ineunte, (n.30), nos recuerda que todo esfuerzo pastoral debe tener como objetivo llevar a los fieles a la santidad. La liturgia no tiene otra razón de ser que celebrar esta santidad de Dios, que se ha manifestado en su Hijo y que en Él nos hace partícipes de su propia vida, bendiciéndolo y dándole gracias.

En la segunda lectura, san Pablo nos exhorta a comportarnos como “…hijos de la luz…”. Todos nosotros seguiamos el mismo camino que el ciego de nacimiento, por eso dice la palabra: “…en otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor…”. Es decir, que hemos sido redimidos por el Señor, que es la luz del mundo. Por eso, se nos llama a caminar como hijos de la luz y a pasar de las tinieblas a la luz.

Aquí, como más adelante veremos en el evangelio, queda claro que la luz de Cristo no sólo ilumina, sino que puede transformar-recrear todo lo que ilumina, en luz que brilla y actúa junto con la de Jesús.

Es una gracia del Señor reconocer que Él esel único que nos devuelve la vista y la fe. El que cree que ve por su propia capacidad e inteligencia no debe nada a la gracia. Ése es ciego y lo será siempre. Por eso Jesús dice al final a los fariseos: “… si estuvierais completamente ciegos no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste…”.

El ciego de nacimiento no pide a Jesús que le conceda la vista, tampoco Jesús le pregunta si quiere ver; su ceguera es sencillamente una ocasión para que la acción de Dios se haga manifiesta. Y después el ciego se transforma lentamente en un perfecto creyente. Primero obedece, aun sin comprender: “…ve a lavarte a la piscina de Siloé. El ciego fue, se lavó y volvió con vista…”. Después no sabe realmente quién es el que le ha curado. Pero, ante los fariseos, confiesa que aquél que le ha curado es un profeta. Y como sus padres, por temor a los judíos, no se atreven a reconocer a Jesús como profeta, el ciego tiene el coraje de desafiar a sus adversarios: “…también vosotros queréis haceros discípulos suyos?...”, por lo que es expulsado de la sinagoga.

Ahora, ya maduro para encontrarse con Cristo y adorarle, como un auténtico creyente, sale de las tinieblas de la desesperanza para entrar, por gracia del Señor, en la más pura luz de la fe, todo en virtud de una gracia que él mismo no ha pedido, una gracia que sigue obedientemente y que crece en él como el grano de mostaza que se convierte en el mayor de los árboles.

La elección de David, en la primera lectura, es en relación al evangelio, una confirmación de que el más pequeño, aquel en el que nadie ha pensado, ni siquiera Jesé su padre, ni Samuel, se convierte en el justo, en el elegido de Dios que supera a todos sus hermanos mayores, porque “…la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira a las apariencias, pero el Señor mira el corazón…”.

Es entonces cuando el Espíritu del Señor invade a David; el mismo Espíritu que le hace crecer hasta convertirlo en símbolo y antepasado de Jesús; y en el profeta que a través de su vida y en especial en su vejez, anticipa en algo la pasión de su descendiente, Cristo.

En la segunda lectura, Pablo termina diciéndonos: “... despiértate tú que duermes y Cristo te iluminará...”; pero atención, no es que el Apóstol nos pida un despertarnos de salir del sueño, de la oscuridad por nosotros mismos; se está refiriendo a no adormecernos en el combate de la fe. Por eso el evangelio es providencial, porque ¿cómo se le podría aplicar esta palabra a un ciego? La Palabra de Dios sin duda no excluye a nadie, ni ha sido hecha sólo para un grupo de personas con ciertas características.

En el libro del Génesis, en el primer capítulo, encontramos a Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza, pero lo hace de barro, al que dándole el hálito vital, hace del hombre, un ser viviente. Más adelante tenemos el pasaje de Noé a quien Dios le pide construir una barca, a través de la cual salvaría al género humano por medio de este justo, con quien pacta una alianza. Los profetas hablarán del Dios de la Alianza como del artesano y nosotros su obra; pero estos lo ponen en un plan donde tantas veces la obra se rebela ante su artífice, de esta manera entramos al evangelio: “…formó barro y se lo puso en los ojos...”.

Un comentario de S. Ambrosio, en su epístola 88, dice que Cristo hizo barro para que el ciego recuperara la vista. Inspirándonos en esta afirmación, vemos con claridad lo que la doctrina de la Iglesia nos dice: Cristo no ha venido a cancelar la naturaleza del hombre sino a sanarla, recreándola con su sangre redentora (Cat. Igles. Cat.). Entonces, para que el hombre pueda ser curado por Cristo, primero debe ser llevado a su propia realidad – barro; pero tantas veces lo que se percibe sólo es inconformidad de la propia vida ¿no será porque estamos ciegos, y logramos ver sólo lo que no somos? pues como dice la Gadium et spes n.12: “... Cristo es la revelación del hombre...”.

El hombre que desde el principio de la creación ha sido hecho a Imagen de Dios, se ha privado de esta vida por el pecado. Entonces, el barro está significando nuestra condición de creaturalidad ante Dios, pero que luego del pecado se transforma en lugar de oscuridad, de no comprender la vida; porque nuestra creaturalidad sólo podemos aceptarla y verla como un diseño de Dios, si Él, Cristo, es nuestra Luz.

Por eso, la afirmación del ciego curado: “... se ha escuchado que alguien devuelva la vista...”. Para esto Cristo ha venido al mundo: para sanar y rescatar lo que estaba perdido.

Por eso el barro tiene un doble significado: primero, la condición del hombre, fruto del pecado, que no entiende que sea ésta la causa de su realidad; y segundo, lo que nos trae como un evangelio dentro del evangelio: que Dios, fiel a sus promesas, en Cristo no se ha arrepentido de la obra de sus manos y por eso Cristo ha venido, y pasa por nuestra vida deteniéndose. Ojalá, que en cada momento que Él pase, se detenga y nos saque de esta ceguera, que tantas veces la vivimos traducida en una vida llena de incertidumbre – ciegos.

Para terminar, en la primera lectura, la elección de David, dice: “…Dios mira el corazón y no la apariencia,...”. Ya el mismo evangelista Juan, en otro capítulo nos dice que Cristo ha venido a morar en nosotros; por eso Dios mira el corazón, porque es allí donde Cristo habita, porque nos ha creado a su imagen y semejanza.
Por eso Cristo ha venido a recrear su morada, la morada del Padre –de la Trinidad; por eso aparece como Dios Padre: “…haciendo barro con sus manos…”, no para hacer otro hombre, sino como signo de la regeneración.

Que Cristo con su luz nos ayude a ver el corazón de nuestros hermanos y no privarlos de la dignidad con la cual nosotros mismos hemos sido creados y recreados. Por eso, creamos lo que el mismo Dios le respondió a Pablo: “... mi gracia te basta...”.


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú