IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Sofonías 2, 3; 3, 12-13; Salmo 145; I Corintios 1, 26-31; Mateo 5, 1-12ª

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y, tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán los llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por la causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.



Mateo 5, 1-12ª

Las lecturas de la presente semana nos recuerdan la actitud que debe comportar la vida del creyente. Con frecuencia el hombre se enaltece a sí mismo cuando logra alguna meta trazada, pensando que sólo el azar ha estado a su favor, o como muchos dicen, la propia fortuna; más aún, muchos creyentes sostienen que “a quien madruga Dios le ayuda”, o expresiones del mismo género se hacen sentir. Lo importante ahora es introducirnos en los textos para que ellos nos introduzcan, en la vida divina a la cual hemos sido llamados y elegidos por el sacramento del bautismo.

La segunda lectura describe exactamente lo que significa seguir a Jesús en la propia existencia según las bienaventuranzas. Pablo las enumera: lo necio, en relación a la riqueza espiritual de la sabiduría; lo débil, lo que no pone defensa frente al poder y prepotencia; la gente baja, la que no puede producir nada digno de ser considerado. En resumen lo que no es nada, aquello que no se toma en consideración o se ve cómo alguien o algo sin valor en todo sentido. Sin embargo todo eso es lo que Dios ha elegido para asimilarlo a la sabiduría de la cruz de Cristo.

Cristo, que con la fuerza de su debilidad ha vencido a todos los poderes y autoridades del mundo. “…gloriarse en el Señor…” está significando aquí, lo que es exactamente gloriarse en la cruz de Cristo.

En la primera lectura escuchamos cómo la vida del pueblo de Israel no discurría de manera estoica. El pueblo de la Antigua Alianza concibe la riqueza como un valor y la pobreza como contravalor. Pero cada vez van entendiendo que el pobre tiene la ventaja de poder poner su confianza en Dios y esperarlo todo de Él, mientras que el rico corre el riesgo de confiar en sus bienes, de oprimir a los pobres por codicia y, como Ajab, de robarles lo poco que tienen. Ya la ley y los Profetas condenan esta actitud como contraria a la Alianza con Dios. La Sabiduría y los Salmos nos recuerdan la precariedad y provisionalidad de todos los bienes de este mundo. Pero la Antigua Alianza no conoce todavía la pobreza voluntaria, como tampoco la tristeza voluntaria o la renuncia voluntaria a toda violencia, a todo afán de poder. Sólo a través de la misión de Cristo llegará el conocimiento del amor espontáneo de Dios, vivido a través de una comprensión radical del primer mandamiento.

En el evangelio, las enseñanzas de Jesús se dirigen expresamente a sus discípulos, es decir a aquellos que están dispuestos no solamente a oírle, sino también a seguirle. La novena bienaventuranza alude directamente a sus circunstancias. Lo que Jesús expone a modo de programa, no es un listado de pautas morales universales, sino la auténtica y pura expresión de su misión y destino más personal. Él es el que se ha hecho pobre por nosotros, el que llora por Jerusalén, el no-violento contra el cual se desencadena toda la violencia del mundo, el que tiene hambre y sed de la justicia de Dios. Él es el que revela y realiza sobre la tierra la misericordia del Padre, como dice San Pablo “…Él es nuestra paz…” porque mató el odio y la hostilidad en su cuerpo crucificado. Es Cristo el perseguido por todo el mundo porque encarna en sí mismo la justicia de Dios. En todas estas situaciones es Él el bienaventurado porque encarna la salvación querida por Dios para el mundo. Jesús comienza así su predicación, con una auto presentación que invita a seguirle.

Hemos escuchado al final de la segunda lectura: “...quien se gloría, que se gloríe en el Señor,...”. Debemos estar atentos, según, lo que S. Pablo nos ha dicho, pues tantos creyentes piensan que apoyados en sus fuerzas, con su propia voluntad, pueden actuar y vivir la vida cristiana. En el pasado hubo una herejía que fue combatida por S. Agustín, que se llama el maniqueísmo. Esta herejía sostiene que el cuerpo, lo material, es malo, en sí todo lo de este mundo, tanto así que incluso rechazaban el matrimonio. De aquí que S. Agustín escribe sobre el Bien del Matrimonio, obra escrita aprox. en el 395; y su relectura ha llevado a la renovación sobre el tema matrimonial, cuya visión actualizada se encuentra en la “Gaudium et Spes”, del Concilio Vaticano II. Otra herejía más sutil, se llama pelagianismo, que propone que el hombre por sí mismo puede responder a las exigencias de la vida cristiana. Al respecto, S. Tomás nos dice en su Suplemento a la Suma Teológica, que Dios ha creado al hombre con capacidad de amar, pero el pecado ha herido la naturaleza humana, y estas capacidades se han revertido sobre el hombre llevándole a un desorden. Esta misma línea la presenta el actual Catecismo de la Iglesia.

La vida cristiana es un don del accionar de Dios en Cristo en la vida del creyente. Así nos lo presenta el propio evangelista Mateo, más adelante en su evangelio: “... para que los hombres viendo vuestra buenas obras den gloria a vuestro Padre,...”. Por eso, incluso el mismo S. Pablo hace mención de la simplicidad de los miembros de la comunidad de Corinto.

Si a esto añadimos el episodio del evangelio de la semana pasada, la llamada de Cristo a los primeros discípulos, vemos cómo la vida de Cristo nos ha revelado el amor misericordioso del Padre, y que el creyente siguiendo a Cristo se une a Él, y uniéndose a Él da a conocer al Padre de la misericordia.

La pureza del corazón, a la que se ha referido la primera lectura, es una profecía que se cumple en nuestros días. Pues así como a Moisés Dios no le permitió ver su rostro (Ex. 3), a nosotros se nos ha permitido, no sólo el verlo, sino vivir contemporáneamente con Él. Pues, citando nuevamente el texto fantástico de S. Agustín: “... Señor, que nos has concedido la vida sin nuestro consentimiento, no realizarás nada en nosotros sin nuestro consentimiento,…”. Y de esta manera lo podemos enlazar con el evangelio de la presente semana, en donde hemos escuchado: “.... Bienaventurados los limpios de corazón,...”, porque ellos verán a Dios, y no lo está diciendo en un sentido escatológico, lo dice como fruto del encuentro del hombre con su Dios, en la experiencia existencial de cada día.

De esta manera tenemos que estos puros de corazón que verán a Dios, con aquella frase: “.... que se glorían en el Señor…”; como dice S. Pablo, está haciendo referencia a los pobres de Yahvé, de los que se hablaba en el AT , estos pobres, que aguardaban el cumplimiento de las promesas referidas al Mesías, el enviado de Dios. Estos pobres, ya en la escena del NT pueden ver a Dios, porque el mismo Dios ha tomado nuestra naturaleza herida por el pecado y nos ha librado del pecado y de la muerte, pena que pesaba sobre nosotros; de la que en Jesucristo, por su muerte en la Cruz, hemos sido liberados. De esta manera los pobres, en el NT, con la Alianza sellada por la sangre derramada por Cristo en la Cruz, y si lo aceptan como su Señor, forman parte de los bienaventurados.

Los bienaventurados o, como algunas traducciones llaman, los dichosos, son aquellos que son elegidos por Dios, no por la apariencia sino porque Dios ve el corazón del hombre; incluso su mente como dicen los proverbios (Prov.15). Estos son realmente los pobres de espíritu, porque son uno en Cristo, han sido revestidos de la nueva creación. Son de aquellos que, como dice S. Pablo: “... sólo me glorío en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo...”. Más aún, como dice el Apocalipsis, son aquellos que han lavado sus vestidos en la sangre del cordero. Por eso la teología de la pobreza, en la Sagrada Escritura, es un tema que se entiende dentro de un querer vivir la vida cristiana radicalmente, mejor dicho no hay otra forma de vivirla.

Podemos terminar esta reflexión con este pasaje del evangelio: “... el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza,...”. El mismo Señor con su propia vida desprovista de toda seguridad humana pero llena de la presencia del Padre, nos revela la vida verdadera.


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú