Solemnidad de la Natividad del Señor, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Is 9, 1-6; Sal 95; Tt 2, 11-14; Lc 2, 1-14

Por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa que estaba encinta. Mientras estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue.

Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el ángel del Señor, los envolvió en su luz y se llenaron de temor. El ángel les dijo: "No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre". Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo:

"Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace".


Lc 2, 1-14

En el evangelio, se nos presenta el signo del Niño. La providencia de Dios crea la constelación perfecta que se requiere para el acto central de la historia del mundo. El Mesías debe no solamente descender de la estirpe de David, por medio de José, sino también nacer en la ciudad de David. El decreto del emperador romano debe contribuir a ello. El Mesías debe nacer como niño porque así lo quiere la profecía: "...un niño nos ha nacido...". Y sólo porque es un niño "...su reino será grande...". El niño debe nacer en la pobreza del mundo (no es casual que no haya sitio en la posada), para así participar desde el principio en su pobreza. Y si sobre esta amarga pobreza, de un pesebre en un establo, se manifiesta todo el esplendor del cielo, es sólo para, desde el gran canto de alabanza, remitir a la gente sencilla al signo más pobre todavía; en la hora suprema del cumplimiento de Israel, ésta es la señal: "... encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre...". Es como una universalidad vertical: entre la gloria más esplendente de arriba y la pobreza más extrema de abajo, reina una perfecta correspondencia y unidad.

En la primera lectura, resuena la gran alegría mesiánica -la profecía de Isaías- en la luz que resplandece sobre la humanidad que camina en tinieblas; con motivo del nacimiento del niño, su júbilo aumenta como en una fiesta. "...Nos ha nacido un niño… un hijo se nos ha dado...". Todo lo que este niño será y hará, lo será y lo hará por nosotros. La profecía cumplida del Mesías que reina sobre el trono de David, nos dice que la paz hasta ahora inimaginable y la plena justicia de la alianza han comenzado definitivamente y para siempre. Esta paz era inconcebible hasta el presente porque tiene el poder de acabar con la guerra; por este motivo, el nuevo soberano debe llamarse a la vez "Dios guerrero" y "Príncipe de la paz". Jesús dirá las dos cosas; Él ha venido para traer la paz y la espada; pero una espada que puede y debe destruir la guerra y traer una paz sin límites. "La muerte ha sido absorbida en la victoria...".

La segunda lectura nos habla de la última universalidad, por así decirlo, horizontal. Es proclamada, en esta carta a Tito, la mesianidad del Niño más allá de Israel, a toda la humanidad. El pueblo purificado que es propiedad particular de Dios, no será ya un pueblo separado del resto de los pueblos, sino que todos los que en el mundo entero se decidan a pasar del ateísmo al seguimiento de Cristo, pertenecerán en lo sucesivo a él. Por eso aquí, desde la Navidad, se mira a la cruz; a la entrega de Jesús por nosotros para rescatarnos de todo pecado. Navidad como descenso de Dios en la pobreza, no es más que el preludio de lo que se consumará después en la cruz y en la Pascua: la redención no sólo de Israel, sino la salvación de toda la humanidad.

Podemos empezar esta reflexión con la expresión muy elocuente de San Agustín: "El Dios se hace hombre (se hizo), para que el hombre se haga Dios". En esta presente solemnidad del nacimiento de Cristo, toda la tradición de la Iglesia nos invita a contemplar en el Nacimiento de Jesucristo, el inicio de la nueva creación. Como dice la escritura, así como por la desobediencia de una mujer entró el pecado, por la obediencia de otra mujer (María) nos llegó la salvación.

En esta solemnidad las promesas de un cielo nuevo y una tierra nueva aparecen ante nosotros, porque el Rey de la Gloria ha nacido, el Señor de la muerte y de la vida se ha anonadado a sí mismo, despojándose de su gloria, y como dice san Pablo, con su pobreza nos enriquece.

En el cántico de los Efesios, san Pablo narra que en Cristo hemos sido llamados, desde antes de la creación del mundo, a ser partícipes de la santidad de Dios. Y así como la liturgia nos enseña que cada vez que celebramos el Santo Sacrificio se unen el cielo y la tierra; de manera insospechable a la razón humana, en Cristo el cielo, la Gloria de Dios, se encarna haciéndose hombre y naciendo del seno virginal de la Virgen María. Acontecimiento tan inaudito de la condescendencia de Dios. Pues si Moisés, como dice la Sagrada Escritura, cada vez que veía a Dios tenía que ponerse un velo porque su rostro quedaba luminoso, qué hubiese significado si Dios, al venir al mundo, no hubiese tomado la humildad de nuestra carne.

Dios, rico en misericordia, a través de la encarnación de su Hijo, no sólo se ha hecho cercano al hombre sino que también ha provisto para el hombre toda vía accesible para que nosotros pudiéramos aceptarlo. De esta condescendencia de Dios, el evangelio de la semana pasada nos decía: "...dichoso aquel que no halla escándalo en mí...".

Hermanos, que esta fiesta en la cual celebramos el Nacimiento de Nuestro Salvador, Él nos conceda, en medio de las circunstancias en las cuales nos podamos encontrar, no ser nosotros mismos el obstáculo que encuentre Dios para hacerse uno con nosotros. Porque nosotros podemos vivir en una íntima comunión con Dios si nos unimos, primero, en íntima comunión con Cristo. Como dice san Pablo: "...ya no soy yo, es Cristo que habita en mí..." y si Cristo habita en mí, yo vivo en comunión con el Padre.

Que la posada donde nazca el Salvador, sea el pesebre de nuestro corazón que se abre para acogerlo. Feliz fiesta de Navidad.

"...Hoy nos ha nacido el Salvador..."


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú