XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 15, 1-32

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

 

«Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: éste recibe a los pecadores y come con ellos. Entonces les propuso esta parábola : ¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve entonces el campo y va entonces busca de la que se perdió hasta encontrarla ? Y, cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, y al llegar a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me perdió. Os digo que habrá entonces el Cielo mayor alegría por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesitan. ¿Qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a las amigas y vecinas diciéndoles: alegraos conmigo, porque he encontrado la dracma que se me perdió. Así, os digo, es la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente. Dijo también: Un hombre tenía dos hijos; el más joven de ellos dijo a su padre: padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, reuniéndolo todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: !cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre ! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame cono a uno de tus jornaleros. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron a celebrarlo. El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y la danza y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba. Este le dijo: ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo. El replicó a su padre: mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró la fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado. Pero él le respondió: hijo tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». (Lucas 15, 1-32)

 

1º. PARÁBOLA DE LA OVEJA PERDIDA (15, 1-7,)

Un hombre tenía cien ovejas. Pero se le perdió una, se le extravió.

Hay cosas que uno pierde y no debe darle importancia.

Hay cosas que uno incluso «debe perder», por ejemplo la vida: «El que pierde su vida por mí y por el evangelio, ése la gana para la vida eterna» (Marcos 8, 35).

Hay cosas que uno no puede estar dispuesto a perder en modo alguno: su propia alma. «¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Lucas 9, 25).

Pero hay cosas también que uno no puede quedarse tranquilo si las pierde, por ejemplo, una oveja de su rebaño, es decir, el alma de los demás, esa alma que debía haber custodiado pues pertenecía al rebaño que Dios mismo le había confiado.

Y con todo, puede ocurrir. ¿Qué hacer entonces? ¡Buscarla!

Poner a buen recaudo las demás y a esa perdida, ¡buscarla!

Pero buscarla «hasta que la encuentra».

Y el «hasta que» no se detiene en el cansancio, ni en las dificultades, ni ante el paso del tiempo.

«Quien busca, encuentra» asegura el Señor.

La única condición para encontrar, la única, es buscar.

La verdad es que si uno ha buscado de esa forma, con ansia, con amor, con confianza, con dolor, encuentra; y cuando encuentra siente colmado su afán, coronada su labor; entonces el sentimiento que predomina es la alegría.

Y la alegría del encuentro, el amor del pastor bueno, reacciona así: A la oveja perdida la toma sobre sus hombros.

Hay en este gesto todo un mundo de misericordia. La misericordia del buen Pastor. Sólo los hombros de Cristo llevan la oveja perdida; sólo los hombros de Cristo llevan la Cruz.

El cristiano está llamado a ser buen pastor. Como Cristo.

La alegría es comunicativa.

El pastor llama a sus amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo». Es la fiesta.

Fiesta en la tierra por encontrar la oveja perdida. Fiesta en el cielo por el pecador que se convierte.

2º. PARABOLA DE LA DRACMA PERDIDA (15,8-10)

Una mujer tiene diez dracmas. Quizá son las monedas de su dote de bodas. De pronto se da cuenta de que ha perdido una. ¿Qué hace? Lo primero «enciende una lámpara».

Se trata de una casa pobre la suya, de una sola pieza, sin más hueco de luz que la puerta de entrar y salir. Hay muchos rincones oscuros. Parece lógico hacer así. Encendió una lámpara y la puso en el candelabro para alumbrar y poder ver.

¡Encender una lámpara! ¡Prender una luz! Buen mensaje de esta mujer a todos nosotros.

Es el mensaje del mismo Jesucristo: la vigilancia. «Estén vuestros lomos ceñidos y en vuestras lámparas encendidas. Estad como los siervos que esperan a su Señor» (Lucas 12, 35).

Las lámparas encendidas o las lámparas apagadas acaban marcando el destino eterno del hombre.

Es Cristo quien ilumina la vida.

Y después de encender la lámpara, ¡barrer la casa! Era necesario barrer.

En el evangelio, la moneda -en la que estaba grabada la efigie del Rey- simboliza al hombre, en el que está grabada la imagen de Dios.

¡Cuántas veces esta imagen queda como soterrada en el barro de que estamos hechos! ¡Cuántas veces el polvo del camino llega a ocultar esa moneda del Rey! ¡Hay que barrer! No hay más remedio. Una luz y una escoba.

Eso es todo lo que se necesita para encontrar la moneda, para recuperar la semejanza con Dios en el alma.

La luz es Cristo. La escoba también. Sólo Él ilumina, sólo Él quita la suciedad.

Cuando uno encuentra la moneda del gran Rey hace a todos partícipes de su felicidad: «-¡ Alegraos conmigo!»

Es la alegría de los ángeles de Dios cuando han sido testigos de un alma que se arrepiente, es decir, que utiliza la escoba y enciende la luz.

3º. PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO (15, 11-31)

 

1. Decisión de marcharse de casa.

El hijo pidió: «Dame la parte que me corresponde de los bienes».

Y el Padre le dio la vida. El hijo pidió una parte de las cosas, que eran del Padre. Y el Padre le dio una parte de la vida, de su vida. Algo así como si le arrancase parte de la vida la marcha de su hijo menor.

2. Libertinaje y desenfreno.

El hijo no sólo se marcha sino que se marcha muy lejos, y allí empezó un estilo de vida que el evangelio, con una pincelada magistral, llama sin salvación. Es una vida que está en los antípodas de la salvación.

3. Entrando dentro de sí

Aquella región lejana, a la larga es un país de miseria, de hambre, que nada ni nadie puede saciar. Y aquel muchacho empezó a pasar necesidad.

Y así, tuvo que ponerse a apacentar cerdos, y querría incluso alimentarse con alimento de cerdos... Querría, deseaba, pero no se lo permitían. ¡Nadie se lo daba!

Entonces ocurrió lo extraordinario: Fue hacia sí mismo. Hasta entonces había ido hacia el placer, hacia la lujuria, hacia la inautenticidad.

Esa vida de evasión le había impedido ponerse a pensar.

Ahora en cambio, entró dentro de sí mismo. ¡Qué desolación encontró en su alma!: cerdos, bellotas, hambre, vacío interior... Su alma era como una casa vieja, abandonada, medio derruida, en que hacen nido los murciélagos. Todo había sido arrasado.

El recuerdo de otra casa rica, cálida, acogedora, familiar, le asaltó, por contraste, una y otra vez...

-Allí todo es abundancia, «mientras aquí yo me muero de hambre».

El joven está dentro de su alma y ahí va considerando tantas cosas: El Padre, el hermano mayor, los amigos, los criados... Sobre todo el Padre. Todo cobra color y atractivo irresistible.

Y surge la decisión: «-Me levantaré e iré»...

Un hombre hundido en el fango que toma la decisión de salir de esa situación; un hombre postrado que se levanta. Incluso más: un hombre muerto que surge a la vida.

¡Resucitaré! No me quedaré más en el mundo de los cerdos, de los muertos, de las bellotas. Resucitaré ahora mismo. Saldré de este sepulcro de pecado e iré al mundo de los míos: a mi casa, a mi padre. Y le diré: ¡Padre! ¿Podré llamarlo así? Yo no soy digno de llamarme hijo... ¡Padre! Trátame como a uno de los criados. Más literal aún: hazme criado: hazme como uno de tus jornaleros.

4. Encuentro con el Padre

En este momento la figura del Padre lo llena todo, destacando inmensamente su grandeza.

El hijo «se levantó y vino». Le habrá costado. La penitencia es laboriosa. Levantarse cuesta; ponerse en marcha también. Pero lo hizo.

¿Cómo lo recibiría su Padre? Como hijo seguro que no. ¡Imposible! ¡Después de su comportamiento! Como criado, como jornalero... No, no merecía más. Pero se contentaba con eso, ¡jornalero! Pero ¿y si ni eso? ¿Si el Padre no quería recibirlo en casa? Había ofendido tanto a su Padre... Tanto tiempo lejos. Ni una carta, ni un saludo, ni un recuerdo...

¡Qué equivocados los juicios del pecador acerca de Dios! Porque lo que dice el evangelio es esto: «Estando el joven muy lejos todavía, el Padre lo vio.» Estaba muy lejos. Nadie está tan lejos de Dios como el pecador. Pero nadie está tan cerca del pecador como Dios. Por eso, el Padre lo vio.

Él no veía a Dios. Pero Dios silo veía a él.

Y los sentimientos de Dios se encierran en cuatro verbos: se le conmovieron las entrañas: el estremecimiento del amor; echó a correr hacia el hijo. Es el verbo de los atletas que corrían en el Stadium (1 Corintios 9, 24). Todos corren pero sólo uno recibe el premio: el premio de la carrera de este padre era el más grande: era su hijo; se abalanzó a su cuello, se arrojó. Imposible detenerse; y lo besaba, lo llenaba de besos y cariños, lo mimaba con inmensa ternura.

Parecía que no hacían falta más palabras. Los sentimientos del Padre eran patentes: Aquí no ha pasado nada. Olvida todo lo pasado.

Sólo queda la misericordia, el amor, la reconciliación.

«-Pero yo he pecado contra el cielo y contra ti: ya no merezco llamarme hijo tuyo.»

Por favor, no digas eso a Dios. No es cuestión de méritos ni dignidades. Es que Él es Padre. Y actúa como tal cada vez que el hijo pecador vuelve al hogar.

-De prisa -dijo a los criados. Con urgencia de amor: traed la túnica nueva, la primera en calidad, el primer mandamiento del Amor: traed el primer mandamiento y vestid de Amor a mi hijo.

Y ponedle un anillo en sus dedos, y zapatos en sus pies. Poned detalles y más detalles para la vivencia del Amor. Y matad el ternero cebado para que todo sea fiesta a nuestro alrededor.

Era un hijo muerto que había resucitado; un hijo perdido encontrado otra vez.

Este Padre Dios, esta actitud, es la manifestación más perfecta de la alegría que hay en el cielo por un pecador que se arrepiente.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.