XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 14, 25-33

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

 

«Iba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: «Si alguno viene a mi y no odia a su padre y a su madre y a la esposa y a los hijos y a los hermanos y a las hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla?, no sea que, después de poner los cimientos y no poder acabar, todos los que lo vean empiecen a burlarse de él, diciendo: "Este hombre comenzó a edificar, y no pudo terminar". O ¿qué rey, que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando todavía está lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo». (Lucas 14, 25-33)

1º. Jesús, mucha gente te sigue.

Han visto tus milagros; han oído tus palabras, incluso han creído en el Reino de los Cielos.

Sin embargo, esto no es suficiente para ser tu discípulo.

Hace falta tomar la cruz, y despreciar todo lo que me impida amarte sobre todas las cosas: apegamiento desordenado a la familia, posesiones, planes y hasta mi propia vida...

¿Por qué todas estas condiciones?

«Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla?»

Seguirte de cerca, Jesús, supone esfuerzo: cuesta.

Antes o después uno se encuentra con la cruz, y es entonces cuando se demuestra la calidad de su amor a Dios.

No ama de veras quien no esta dispuesto a sacrificarse por la persona amada.

La fe vibrante, pero pasajera propia de algunos cristianos se derrumba cuando azotan los vientos de la contradicción o del desaliento.

En cambio, cuando la fe está enraizada en la cruz, el sacrificio en vez de alejarnos de Dios nos une a Ti: nos hace colaboradores de tu Redención.

«Inmolemos cada día nuestra persona y toda nuestra actividad, imitemos la pasión de Cristo con nuestros propios padecimientos, honremos su sangre con nuestra propia sangre, subamos con denuedo a la Cruz. Si quieres imitar a Simón de Cirene, toma la cruz y sigue al Señor» (San Gregorio Nacianceno).

2º. «Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo». Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen al amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podría traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor; más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios» (Es Cristo que pasa.-97).

Jesús, ¿cómo amaste Tú a tu familia en la tierra: a María y a José?

El Evangelio nos lo resume con una breve frase: «Y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto» (Lucas 13,34).

Siendo Dios, obedeciste a tus padres de la tierra, ayudándoles en sus necesidades: a tu Madre en las labores de la casa, y a José en su taller de artesano.

Sin embargo, cuando te «pierdes» en el Templo, haciendo sufrir a tus padres, les recuerdas: «¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lucas 2,49).

Jesús, el amor grande que tuviste a tus padres nunca supuso un obstáculo para hacer la voluntad de tu Padre.

Por eso, en el momento de la cruz, aún sabiendo que rompías el corazón de tu Madre santísima, obedeciste fielmente a la misión que Dios te había confiado.

Que aprenda de tu vida a amar a mi familia con hechos, y a amar más aún a Dios, cumpliendo siempre primero su voluntad.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.