Mateo 13, 24-30

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

 

«Les propuso otra paro bola: El Reino de los Cielos es se­mejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo acudieron a decirle: Señor, ¿no sembraste buena se­milla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña? El les dijo: Al­gún enemigo lo hizo. Le respondieron los siervos: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos? Pero él les respondió: No, no sea que, al arrancar la cizaña, arranquéis junto con ella el tri­go. Dejad que crezcan ambas hasta la siega. Y al tiempo de la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero.» (Mateo 13, 24-30) 

1º. Jesús, hoy me explicas la parábola de la cizaña.

Tú eres el dueño.

El campo es mi corazón, en el que siembras buena semilla: la semi­lla de tu gracia, de esa vida sobrenatural que me hace más humano, más comprensivo con los demás -porque son hijos de Dios- y más exigente conmigo mismo -porque he de luchar por ser santo.

Gracias, Jesús, por tantas cosas buenas que has puesto en mi corazón: esas buenas intenciones, esos deseos de hacer el bien, de ayu­dar a los demás, de hacer apostolado.

Pero también descubro en mi corazón otras fuerzas que no son buena semilla: la inclinación a hacer lo más cómodo; el deseo de so­bresalir, de quedar bien por encima de todo; la búsqueda de placeres desordenados; la envidia; la frivolidad...

Es la cizaña que ha planta­do el «enemigo» -el mundo, el demonio y la carne- y que a veces ahoga el buen trigo de mi vida interior.

Ayúdame, Jesús, a mantener la cizaña a raya; ayúdame a dominar mis pasiones.

2º. «El Señor sembró en tu alma buena simiente. Y se valió -para esa siembra de vida eterna- del medio poderoso de la oración: porque tú no puedes negar que, muchas veces, estando frente al Sa­grario, cara a cara, El te ha hecho oír -en el fondo de tu alma- que te quería para Sí, que habías de dejarlo todo... Si ahora lo nie­gas, eres un traidor miserable; y, si lo has olvidado, eres un ingra­to.

Se ha valido también -no lo dudes, como no lo has dudado hasta ahora- de los consejos o insinuaciones sobrenaturales de tu Director que te ha repetido insistentemente palabras que no debes pasar por alto; y se valió al comienzo -siempre para depositar la buena semilla en tu alma-, de aquel amigo noble, sincero, que te dijo verdades fuertes, llenas de amor de Dios.

-Pero, con ingenua sorpresa, has descubierto que el enemigo ha sembrado cizaña en tu alma. Y que la continúa sembrando, mientras tú duermes cómodamente y aflojas en tu vida interior

-Esta, y no otra, es la razón de que encuentres en tu alma plantas pegajosas, mundanas, que en ocasiones parece que van a ahogar el grano de trigo bueno que recibiste...

-Arráncalas de una vez! Te basta la gracia de Dios. No temas que dejen un hueco, una herida... El Señor pondrá ahí nueva semi­lla suya: amor de Dios, caridad fraterna, ansias de apostolado... Y, pasado el tiempo, no permanecerá ni el mínimo rastro de la cizaña: si ahora, que estás a tiempo, la extirpas de raíz; y mejor si no duermes y vigilas de noche tu campo» (Surco.-677).

Esas plantas mundanas, pegajosas, crecen cuando no vigilo, cuando aflojo en mi vida interior, cuando no lucho contra la tibieza.

La tibieza es ese conformarse con hacer las cosas a medias: conten­tarse con no hacer nada malo, sin hacer tampoco nada bueno.

La ti­bieza es como un sopor espiritual, que deja abiertas las puertas al enemigo.

«Los demonios, a quienes están metidos en la tibieza y no hacen nada por salir de ella empiezan a despojarles del temor y recuerdo de Dios, así como de la meditación espiritual. Luego, una vez de­sarmados del socorro y protección divinos, se abalanzan osados so­bre sus víctimas como sobre una presa fácil». (Casiano).

Madre, ante el primer síntoma de tibieza, ayúdame a despertarme, a volver a luchar en se­rio, arrancando de raíz -con una buena confesión- todo lo que me impida amar a tu Hijo.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.