Lucas 7,36-8, 3

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

 

«Uno de los fariseos le rogaba que comiera con él; y entrando en casa del fariseo se sentó a la mesa. Y he aquí que había en la ciudad una mujer pecadora que, al enterarse que estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro con perfume, se puso detrás a sus pies llorando y comenzó a bañarlos con sus lágrimas, los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume.

Viendo esto el fariseo que lo había invitado, decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora». Jesús tomó la palabra y dijo: «Simón, tengo que decirte una cosa». Y él contestó: «Maestro, di». «Un prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. No teniendo éstos con qué pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le amará más?». Simón contestó: «Estimo que aquel a quien perdonó más». Entonces Jesús le dijo: «Has juzgado con rectitud». Y vuelto hacia la mujer; dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso; pera ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. Aquel a quien menos se perdona menos ama». Entonces le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Y los convidados comenzaron a decir entre sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?». Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado; vete en paz. Sucedió, después, que él recorría ciudades y aldeas predicando y anunciando la buena nueva del Reino de Dios; le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y de enfermedades: Maráa, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y otras muchas que le asistían con sus bienes.» (Lucas 7,36-8, 3)

 

1º. Jesús, perdonas los pecados de esa mujer pecadora porque ha demostrado su amor y su dolor con hechos concretos.

Además, no tiene vergüenza para manifestar públicamente su conversión, como público era también su pecado.

Tú conocías su arrepentimiento antes de que viniera a la casa de Simón, pero esperas a que lo manifieste en tu presencia antes de perdonarla.

Jesús, algunos piensan que se pueden confesar «directamente» contigo, sin necesidad de manifestar su arrepentimiento en la confesión.

Pero Tú, que eres el que perdonas, tienes el derecho de establecer el procedimiento para perdonar.

Y para ello has instituido el Sacramento de la Penitencia.

Además, como cristianos, al pecar ofendemos también a la Iglesia, y es justo que sea uno de sus ministros el que, en tu nombre, tenga la capacidad de borrar ambas culpas.

«Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que atares en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (C. I. C.-1444).

2º. Jesús, Simón no es sincero contigo: está juzgando torcidamente en su interior, mientras por fuera te ofrece amablemente un banquete.

Es la actitud propia del soberbio que se cree por encima, en posesión de la verdad.

«No juzguéis y no seréis juzgados» (Lucas 6,37), me recuerdas.

Si veo alguna falta, en vez de murmurar, lo que debo hacer es comentársela a esa persona con intención de ayudar, como Tú hiciste con Simón: le comentaste todas sus faltas de delicadeza sin amargura, sin enfado, con amabilidad.

Jesús, no me puede extrañar que, si me decido a vivir en serio mi vida cristiana, alguna gente a mi alrededor pensará -y hablará- mal de mí.

Sencillamente, no todos entienden el camino de santidad en medio del mundo: una lucha personal, interior, sin hacer cosas raras.

Que no me preocupe si no entienden.

Esas contradicciones me sirven para mi purificación y, si es preciso, para rectificar.

3º. Jesús, en tus recorridos por toda Judea y Galilea no caminas solo.

Contigo viajan los apóstoles y otros discípulos, entre los que el Evangelio de hoy destaca.

Hombres y mujeres a tu servicio, siguiéndote de cerca, entregándote sus bienes y sus vidas para colaborar en el anuncio de «la buena nueva del Reino de Dios.»

Jesús, en este grupo de discípulos veo una imagen de lo que es la Iglesia: mujeres y hombres que te siguen de cerca, que te acompañan en tu misión salvífica, y que te sirven con sus bienes.

Por ser cristiano, yo también estoy llamado a acompañarte y a servirte.

Y esto lo puedo hacer en cualquier circunstancia y condición: estudiando o trabajando, siendo soltero o casado, gozando de salud o padeciendo enfermedad.

Jesús, ¡qué les debías contar a esos discípulos tuyos -hombres y mujeres- en los momentos de calma e intimidad!

Además de charlas y tertulias agradables y entretenidas, les hablarías a solas para encenderlos de vibración apostólica, para darles confianza, para explicarles lo que no entendieran y para exigirles una mayor correspondencia.

Igualmente haces conmigo en estos ratos de oración: me hablas a solas, me enciendes, me explicas lo que no entiendo y me exiges.

4º. «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna» (Surco.-13).

Jesús, en cada tiempo histórico quieres tener a tu lado hombres y mujeres fieles en los que te puedas apoyar para difundir tu mensaje.

Como a los apóstoles y a las santas mujeres que te acompañaban, hoy también llamas a cada uno para que te siga, para que viva una vida cristiana, una vida de santidad, una vida de elección.

Jesús, no quiero rechazar tu llamada, no quiero dejarte solo.

Quiero acompañarte, ayudarte, servirte con lo que tengo -con mis bienes- y con lo que soy.

El modo de acompañarte, Jesús, no es único.

Lo importante es tenerte presente durante todo el día, hacer todas las cosas por Ti.

Jesús, la vida de santidad a la que me llamas consiste en tratar de hacer siempre tu voluntad.

Para ello necesito estar cerca de Ti, acompañarte en el sagrario, recibirte en la comunión.

Por eso, la oración y la comunión son medios insustituibles para vivir una vida cristiana.

Y luego, durante el día, debo ingeniármelas para acordarme frecuentemente de que Tú estás a mi lado, y yo al tuyo: teniendo una imagen de la Virgen en mi mesa de trabajo, en mi cuarto, en mi cartera...; ofreciéndote cada hora lo que voy a hacer en ese rato; repitiendo de vez en cuando alguna jaculatoria o pidiéndote por alguna intención.

Jesús, aunque por ser Dios no tienes necesidad de nada, Tú quieres que te siga y te sirva para darme mucho más de lo que yo pueda entregarte.

Que me decida de una vez a seguirte para anunciar «la buena nueva del Reino de Dios», para ser apóstol en el mundo que me ha tocado vivir.

Sé que al darte lo que tengo -mi tiempo, mis ilusiones- no estoy haciendo un sacrificio sobrehumano: estoy dándote lo que te corresponde porque es tuyo.

Además, Tú premias mi generosidad con el ciento por uno en la tierra y con la vida eterna en el cielo.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.