Solemnidad del Sagrado Corazon de Jesús

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

«En aquel tiempo exclamó Jesús diciendo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños. Si, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.

Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera.» (Mateo 11, 25-30)

 

1º. Parece que la ciencia puede explicarlo todo, y que sólo lo que se comprueba científicamente puede ser creído.

El problema es que las ciencias experimentales sólo pueden medir lo que es material, no lo que es espiritual.

Por eso «ocultas estas cosas a los sabios.»

No a los sabios de verdad, que saben distinguir hasta dónde llega la ciencia, sino a los que se creen sabios sin serlo, o a los soberbios que creen que su limitada razón es capaz de entenderlo todo.

También dices que Dios ha ocultado estas cosas a los «prudentes.»

Aquí te refieres, Jesús, a aquellas personas que no quieren arriesgar, que no quieren dar nada antes de haber recibido ya la recompensa.

Esas personas no te pueden conocer ni amar, porque Tú me das en proporción a lo que yo te entrego.

Es una proporción «desproporcionada»: «el ciento por uno y la vida eterna» (Marcos 10,30).

Pero el prudente da cero; y el ciento por cero, es cero.

«De la misma manera que los padres y las madres ven con gran gusto a sus hijos, también el Padre del universo recibe gustosamente a los que se acogen a él. Cuando los ha regenerado por su Espíritu y adoptado como hijos, aprecia su dulzura, los ama, la ayuda, combate por ellos y por eso, los llama sus «hijos pequeños» (San Clemente de Alejandría).

Jesús, quieres que me haga niño en la vida espiritual.

El niño pequeño confía en su padre, se apoya en él, le busca cuando se encuentra en necesidad.

Esa debe ser mi conducta espiritual: que confíe en Ti, que me apoye en Ti, que te busque en todo momento.

Entonces te iré descubriendo, conociendo y amando más y más.

2º. Jesús, Tú conoces al Padre porque eres su Hijo: «nadie conoce al Padre sino el Hijo.»

Yo también voy a conocer a Dios en la medida en que me comporte como hijo de Dios: en la medida en que le trate como Padre en la oración, o que me apoye en Él cuando tengo una dificultad, o que le ofrezca todo lo que hago.

Por eso, ¡qué buena cosa es ser niño!

El que se cree maduro y virtuoso no reconoce sus errores, ni aprende, ni se deja ayudar.

Pero el niño busca enseguida los brazos fuertes de su padre cuando se encuentra en peligro.

Y por eso su padre le coge con más cariño, y le conforta con toda clase de mimos.

Jesús, por ser cristiano, mi objetivo es parecerme a Ti lo más posible.

Y uno de los aspectos más importantes en los que te he de imitar            -porque incluye a todos los demás- es en la filiación divina: el vivir como hijo de Dios.

Por eso es bueno considerar cada día, y varias veces al día, esta realidad: yo soy... ¡hijo de Dios!

¿Cómo me tendré que comportar en el trabajo y en el descanso, en casa y en la calle, ante aquella situación o aquella otra?

Jesús, quieres que me haga pequeño, humilde; que te imite en ese vivir como hijo de Dios.

El sabio y el prudente se encierran en su soberbia o egoísmo, y todo lo espiritual se les oculta.

Pero a mí me has «querido revelar» el secreto de la vida sobrenatural: la filiación divina que me has conseguido muriendo en la cruz.

3º. Jesús, quieres aliviarme de mis fatigas y agobios y, para conseguirlo, me dices que coja tu yugo.

¿Cómo es posible que llevando aún más carga, vaya más ligero?

Si la vida tiene ya tantas dificultades, ¿para qué liarme más?

El secreto está en que tu yugo me tira para arriba; no es un peso muerto, sino que es como unas alas que -aunque pesen- me permiten volar.

Jesús, vivir como Tú me enseñas cuesta un poco.

Y, a veces, algo más.

Pero si te sigo en serio, mi vida se llena de sentido -de misión-, y entonces, cualquier esfuerzo vale la pena, y cada sacrificio es un nuevo motivo de gozo interior.

Y ya no me acuerdo del peso de tu yugo, como el ave no se fija en el peso de sus alas, y comprendo perfectamente por qué dices: «mi yugo es suave y mi carga ligera».

Jesús, he de aprender de Ti, que eres «manso y humilde de corazón.»

En el contexto del Evangelio, «aprender» no significa simplemente comprender teóricamente -como cuando se estudia una fórmula matemática- sino adquirir esas virtudes de las que hablas.

Y las virtudes se adquieren con repetición de actos.

Es decir, me pides que haga actos de humildad y mansedumbre, que en el fondo están bastante relacionados.

El soberbio no tiene paciencia con los errores de los demás, o con lo que él cree que son errores.

Ni tampoco sabe reconocer los suyos propios.

El humilde, en cambio, vuelve a empezar sin nerviosismos, y no se exaspera ante las limitaciones de los que le rodean.

4º. Jesús, la humildad es básica en mi vida cristiana.

Sin humildad, no puedo progresar en la vida interior.

Pero la humildad no es algo que se tiene o no se tiene, sino algo que crece o disminuye; una cualidad que tengo que aprender, y que también puedo olvidar si no la cuido.

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.»

Jesús, prometes paz y descanso en el alma de los humildes. Y esto es así porque el humilde no se cree perfecto y no se hunde cuando falla.

Al contrario, ante los errores personales, el alma humilde se levanta en seguida, pide perdón, y vuelve a luchar con más ímpetu que antes, buscando la fortaleza, el refugio y el apoyo de tu gracia.

Jesús, enséñame a ser humilde, a volver a empezar una y otra vez si hace falta, con santa tozudez.

Que no me crea impecable, que no me alce por encima de los demás, pues cuanto más me alce, más fuerte será la caída.

Dame esa humildad de corazón, y entonces, ¿qué importa tropezar si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento?

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.