XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.
Mateo 10, 34-42

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

«No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, y a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su misma casa.

Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.

Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y todo el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.» (Mateo 10, 34-42)

 

1º. Jesús, intentar seguirte no es sencillo, aunque tampoco es difícil: se trata de valorar las cosas y las personas como las valoras Tú, mirar con tu mirada, tener visión sobrenatural, buscar hacer siempre tu voluntad.

Ese modo de comportarme puede chocar, a veces, con la visión humana de los que me rodean  familiares, amigos, compañeros.

Ante esas situaciones, Tú me recuerdas: «quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mi.»

No es que no tenga que querer a mis familiares o amigos, o que sólo pueda quererlos un poco.

Los he de querer con todo mi corazón.

Pero para quererles de verdad, he de obedecerte a Ti primero.

Ponerte a Ti por delante no es sólo lo mejor para mí, sino también lo mejor para ellos, aunque ahora les cueste un poco más tener que cambiar sus planes o no poder estar conmigo todo el tiempo que querrían.

Lo mismo le pasó a tus padres, Jesús, en Jerusalén, cuando les dejaste plantados porque era necesario estar primero en las cosas de tu Padre (cfr. Lucas 2, 49).

Lo que ocurre más a menudo, sin embargo, es que hacer tu voluntad choca con «mi» voluntad: mis ganas, mis ilusiones, mis «necesidades».

Por eso me recuerdas también: «Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.»

También Tú sentiste la angustia de la muerte, propia de la condición humana, en el huerto de los olivos, pero preferiste la voluntad de tu Padre a la tuya propia: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mateo 26,39).

2º. «Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás -también en el matrimonio-                                      , puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo» (Es Cristo que pasa.-24).

Jesús, ésta es la gran paradoja del cristianismo: para ganar la vida, hay que «perder» la vida.

Para ser feliz en esta tierra y en la vida eterna, hay que aprender a no buscar la propia felicidad de manera egoísta, como las personas que están pendientes de si mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción.

A veces cuesta, y en esos casos hay que ser fuerte y coger la cruz.

Pero, en cuanto uno descubre que el que se olvida de sí es el más dichoso en la tierra, la cruz se hace llevadera y alegre.

«El Reino de Dios no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas (...). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y unas redes; a la viuda le costó dos moneditas de plata; a otro, un vaso de agua fresca» (San Gregorio Magno).

Jesús, que no tenga miedo a la cruz, al sacrificio, a la entrega a Dios y a los demás.

Que me dé cuenta de que nada de lo que haga por Ti «quedará sin recompensa.»

Y la recompensa es la felicidad terrena -como nadie la puede encontrar- y, además, la eterna. 

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.