XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 23,1-12

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

«Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciéndoles: En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las ponen sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres; ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Apetecen los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y los saludos en las plazas, y que la gente les llame Rabí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar Rabí, porque sólo tino es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro padre, el celestial. Tampoco os hagáis llamar doctores, porque vuestro Doctor es uno sólo: Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce a sí mismo será humillado, y el que se humille a sí mismo será ensalzado.» (Mateo 23,1-12) 

1º. Jesús, resumes la actitud de los escribas y fariseos con estas palabras: «Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres».

En vez de buscar la gloria de Dios, van en busca de su propia gloria.

Lo que les importa es que les vean los hombres y los aplaudan, sin darse cuenta de que, además, están siendo vistos por Dios.

Jesús, cuántas veces yo también busco «los primeros puestos y los saludos en las plazas»: ese puesto de trabajo más brillante; ese deseo de quedar bien a toda costa, de sobresalir, incluso deseando que a los demás no les vaya tan bien.

Quiero ser el primero, pero no para servir mejor a los demás, sino para recibir más honores y felicitaciones.

«Muchas veces nuestra débil alma, cuando recibe por sus buenas acciones el halago de los aplausos humanos, se desvía, encontrando así mayor placer en ser llamada dichosa que en serlo realmente. Y aquello que había de serle un motivo de alabanza en Dios se le convierte en causa de separación de él» (San Gregorio Magno).

Jesús, no me doy cuenta de que estoy siempre en presencia de Dios, que me mira con ojos de Padre.

Lo que realmente vale la pena es ser grande ante Dios, no ante los hombres.

Ayúdame a sentirme en todo momento hijo de Dios.

De este modo, me pareceré más a Ti, que «no has venido a ser servido sino a servir a los demás» (Mateo 20,28).

Así seré grande ante Dios: «el mayor entre vosotros sea vuestro servidor». 

2º. ¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría -«Magnificat anima mea Dominum!»- y su alma glorifica al Señor; desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con El y de tenerlo» (Surco.-95).

Madre, tú eres la persona más unida a Dios  «el Señor es contigo»  (Lucas 1,28), por eso, has sabido servir más que nadie, hasta el punto de ser «la esclava del Señor». (Lucas 1,38).

No puede ser de otra manera, porque el alma unida a Dios, no busca su propia gloria, sino la Gloria de Dios -«Magnficat anima mea Dominun!»: ¡mi alma glorifica al Señor!-, que se concreta en el servicio a los demás.

En ti, Madre, se ha cumplido de manera especial la promesa de tu Hijo: «el que se humille a sí mismo será ensalzado».

Por eso eres la Reina del universo, y «te llaman bienaventurada todas las generaciones». (Lucas 1,48).

 Además, se cumple en ti otra promesa del Señor: «más alegría está en dar que en recibir» (Hechos 20,35).

Por eso eres la criatura más feliz. «¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con El y de tenerlo.»

Madre, enséñame a vivir siempre en presencia de Dios, sintiéndome hijo suyo querido, de manera que no busque la gloria de los hombres, sino la de mi Padre Dios.

De este modo, mi vida sólo tendrá sentido si sirve para ayudar a los que me rodean, y entonces experimentaré la verdadera alegría cristiana, como fruto de mi generosidad.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Tiempo ordinario. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona